INTRODUCCIÓN

EL
BANQUETE DEL SEÑOR
Miguel Payá - Página
franciscanos
Capítulo I
EL ANFITRIÓN
En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo
Este banquete no lo hemos preparado nosotros, no
es una cena de amistad como las que solemos hacer con
frecuencia. Hemos sido invitados por un rey que quiere celebrar
la boda de su hijo, y que nos ha enviado este mensaje: «Mi
banquete está preparado, he matado becerros y cebones, y todo
está a punto; venid a la boda» (Mt 22,2-4). ¿De qué rey y de qué
hijo se trata? ¿Quién es la novia? ¿Por qué me ha invitado a mí?
¿Cómo va a ser el banquete?
De momento descubramos quiénes son ese rey y su
hijo que nos invitan.
2. EL PADRE, FUENTE Y FIN DE
LA EUCARISTÍA
c) El Padre de nuestro
Señor Jesucristo
Y su bendición, en un momento culminante,
llegó hasta el extremo: ya no se conformó con darnos vida,
sino que se nos dio él mismo en su Hijo, que es todo lo que
tenía. Lo hizo uno de nosotros para que hablase nuestro
lenguaje: «Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre» (Vaticano II, Gaudium et Spes,
22). A través de él nos reveló el misterio de su amor, nos
descubrió la grandeza de nuestra vocación y nos enseñó que
la ley fundamental de la perfección humana es el mandamiento
del amor. Y, sobre todo, al hacerle derramar libremente su
sangre por nosotros, llegó a la locura de amor que nos hace
exclamar extasiados con san Pablo: «El Hijo de Dios me amó y
se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Con esta entrega
suprema nos reconcilió consigo y entre nosotros, nos arrancó
de la esclavitud del pecado, nos hizo hijos en el Hijo,
conformándonos a su imagen, y nos dio las primicias de su
Espíritu, que nos capacita para amar como él nos ama y es la
prenda de nuestra herencia: «Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el
que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará
también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud del
Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11).
d) El que nos da el pan de
la vida eterna
Toda esta inmensa catarata
del amor del Padre nos llega a nosotros cada vez que nos
acercamos a «aquel sacramento de la fe, en el que el Señor
dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un viático
para el camino, en el que los elementos de la naturaleza,
cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y
sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la
pregustación del banquete celestial» (Vaticano II, Gaudium
et Spes, 38). La Eucaristía, nacida del amor del Padre,
nos encamina con total seguridad hacia aquella entrada
definitiva en la plenitud de su amor, cuando oiremos la
sentencia que nos realizará definitivamente: «Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Este
banquete que celebramos en esta tierra con los elementos de
la creación y de nuestro trabajo, nos llevará a participar
en el banquete definitivo «en los cielos nuevos y la tierra
nueva» (2 Pe 3,13). Con toda rotundidad afirmó Jesús: «Mi
Padre es quien os da el verdadero pan del cielo... El que
come de este pan, vivirá para siempre»
(Jn 6, 32.51).
