REFLEXIONES  
 

 

 

REFLEXIÓN - 1


"HA RESUCITADO" 
 

El tesoro más apreciado por el ser humano es la vida. La Biblia afirma que Dios es  autor de la vida misma y que ordena transmitirla. Al mismo tiempo prohíbe destruirla. Por  ser, pues, un don de Dios, la vida humana es sagrada. Pero esta vida es imagen de la vida  definitiva, la que se descubre en el Resucitado.

La acción de resucitar equivale, en el Nuevo Testamento, a «ponerse de pie» o  resurgir después de la muerte. No es mera inmortalidad del alma, como si el cuerpo fuera  su cárcel. Resucita todo el ser humano, con su cuerpo. Por otra parte, la resurrección  cristiana es acceso a la vida plena y definitiva; es el acto por el que Dios da su propia vida,  la «eterna».

Con la resurrección, el ser personal de Jesús se transforma en su totalidad. No se trata  de que Cristo vuelva a la vida, sino de que es glorificado y vive otra realidad, otro mundo  nuevo. Este es el objeto cristiano de la fe. Los Hechos de los Apóstoles transmiten la  predicación cristiana primera, basada en que Cristo resucitó. En el Resucitado, prenda de  nuestra esperanza, están las primicias de la resurrección universal.

Pero el Resucitado es el mismo que el Crucificado o el entregado a la causa del reino  de Dios. La vida definitiva, que se da con la resurrección de los muertos, empieza aquí. El  efecto de la resurrección se pone en la vida o en el paso de la muerte a la vida. Creer en la  resurrección de Cristo es luchar contra toda clase de muerte y apostar por una vida plena  para todos.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Creemos de verdad en la resurrección? ¿Somos capaces de transmitir vida? 

CASIANO FLORISTAN

(Mercabá)

 

 

 

REFLEXIÓN - 2

EL DÍA DEL SILENCIO EN LA IGLESIA

Hoy es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este Señor nuestro. Guarda silencio para aprender del Maestro, al contemplar su cuerpo destrozado

Cada uno de nosotros puede y debe unirse al silencio de la Iglesia. Y al considerar que somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para que guarden silencio nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que nos aparte de Dios. Pero sin estar meramente pasivos: es una gracia que Dios nos concede cuando se la pedimos delante del Cuerpo muerto de su Hijo, cuando nos empeñamos por quitar de nuestra vida todo lo que nos aleje de Él.

El Sábado Santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su gloriosa Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre celestial: ¡ya somos hijos de Dios! Es necesario que hagamos propósitos de agradecimiento, que tengamos la seguridad de que superaremos todos los obstáculos, sean del tipo que sean, si nos mantenemos bien unidos a Jesús por la oración y los sacramentos.

El mundo tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no lo sabe. La gente está deseando que se le hable de esta realidad gozosa -el encuentro con el Señor-, y para eso estamos los cristianos. Tengamos la valentía de aquellos dos hombres -Nicodemo y José de Arimatea-, que durante la vida de Jesucristo mostraban respetos humanos, pero que en el momento definitivo se atreven a pedir a Pilatos el cuerpo muerto de Jesús, para darle sepultura. O la de aquellas mujeres santas que, cuando Cristo es ya un cadáver, compran aromas y acuden a embalsamarle, sin tener miedo de los soldados que custodian el sepulcro.

A la hora de la desbandada general, cuando todo el mundo se ha sentido con derecho a insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos van a decir: dadnos ese Cuerpo, que nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían de la Cruz e irían mirando sus Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras de San Josemaría Escrivá: yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!

Se comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en brazos de la Madre, antes de darle sepultura. María era la única criatura capaz de decirle que entiende perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido Ella causa de esos dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero habla para hacernos reaccionar, para que experimentemos su dolor, hecho una sola cosa con el dolor de Cristo.

Saquemos propósitos de conversión y de apostolado, de identificarnos más con Cristo, de estar totalmente pendientes de las almas. Pidamos al Señor que nos transmita la eficacia salvadora de su Pasión y de su Muerte. Consideremos el panorama que se nos presenta por delante. La gente que nos rodea, espera que los cristianos les descubramos las maravillas del encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana Santa -y luego todos los días- sea para nosotros un salto de calidad, un decirle al Señor que se meta totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar a muchas personas la Vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la Redención.

Acudamos a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a comprender -como escribe San Josemaría- que es preciso hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una sola cosa con Él.

Mons. Javier Echevarría

 

 

 

REFLEXIÓN - 3

EL DÍA EN QUE TODOS PERDIERON LA FE SALVO MARÍA

Hoy es Sábado Santo, el día en que todos perdieron la fe salvo María, la Madre de Dios

Hoy, 30 de marzo, es Sábado Santo, el día de la espera. El cuerpo inerte de Jesús ha sido colocado en el sepulcro y, no muy lejos de allí, María permanece en oración, acompañando a la Iglesia.

Jesús desciende al abismo y un profundo silencio envuelve la tierra

En el año 2010, el Papa Benedicto XVI se refería al Sábado Santo como "el día del ocultamiento de Dios" al comentar un antiguo texto de la tradición sobre las horas posteriores a la muerte del Reconciliador. Decía el Papa: «El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía [cuyo autor se desconoce]: "¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (...) Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos" (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439)».

Estas palabras evocan aquello que repetimos en el Credo cuando profesamos que Jesucristo "padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos".

Creer que Cristo "descendió a los infiernos" tiene un profundo significado. El Señor ha llevado su amor a niveles impensables: por su muerte ha penetrado la soledad más absoluta en la lejanía más extrema. Desde aquel primer Sábado Santo de la historia sabemos que no hay nada que pueda escapar al amor de Dios; en la más profunda tiniebla ha brillado la Luz de Cristo.

María, Madre de la esperanza, nos enseña a confiar

En ese momento, cuando Dios se ha retirado del mundo y todo es desolación, María sigue confiando en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en el interior. Si todos le han dado la espalda al Hijo o son presa del temor, Ella no. María seguirá de pie, esperando en Él.

La Virgen ha sido toda su vida "Madre de la espera paciente", y hoy no será la excepción. No hay duda de que su dolor es "inmenso como el mar", como canta un antiguo poema, pero tampoco hay espacio para dudar sobre su fe: la Virgen mantuvo viva la llama de la confianza en medio de la tempestad.

El P. Juan José Paniagua, colaborador de ACI Prensa, en una de sus reflexiones sobre el Sábado Santo recordaba que muchos de los seguidores de Jesús -amigos, discípulos, apóstoles- se desilusionaron porque creían que él iba a ser el "gran Mesías" de Israel: un guerrero que los liberaría del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso. Al ver que Cristo se dejó crucificar y murió, muchos quedaron tristes y desilusionados.

En ese momento, cuando Dios se ha retirado del mundo y todo es desolación, María sigue confiando en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en el interior. Si todos le han dado la espalda al Hijo o son presa del temor, Ella no. María seguirá de pie, esperando en Él.

La Virgen ha sido toda su vida "Madre de la espera paciente", y hoy no será la excepción. No hay duda de que su dolor es "inmenso como el mar", como canta un antiguo poema, pero tampoco hay espacio para dudar sobre su fe: la Virgen mantuvo viva la llama de la confianza en medio de la tempestad.

El P. Juan José Paniagua, colaborador de ACI Prensa, en una de sus reflexiones sobre el Sábado Santo recordaba que muchos de los seguidores de Jesús -amigos, discípulos, apóstoles- se desilusionaron porque creían que él iba a ser el "gran Mesías" de Israel: un guerrero que los liberaría del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso. Al ver que Cristo se dejó crucificar y murió, muchos quedaron tristes y desilusionados.

"Jesús fracasó, volvamos a nuestras tareas ordinarias", pensarían los discípulos que iban camino de Emaús. Y es que en el grupo más cercano a Jesús -a excepción de María, Juan y algunas mujeres- era presa del pánico y se hallaban escondidos.

Aún más: incluso entre aquellas mujeres que estuvieron al pie de la Cruz acompañando a la Madre se daba por muerto al Maestro; y muerto quería decir final. Como se sabe, ellas acudieron a embalsamar el cuerpo del Señor, algo que sólo era concebible si está la convicción de que todo ha terminado -u olvidaron la promesa de la resurrección de Cristo, o, lo que sería peor, recordándola, no le dieron el debido crédito-.

¡Qué contraste con la Virgen!, la única mujer que no se dejó abatir por el desaliento, que no dudo. ¡Bendita sea la Madre de Dios! ¡Ella se mantuvo firme!

Eso lo cambia todo. Hoy es "el día del ocultamiento de Dios'', cierto, pero al mismo tiempo es la "hora de María", la hora de la fe.

Bienaventurados los que creen sin haber visto (Jn 20, 29)

Quizás sea la falta de fe lo que explique por qué, cuando las mujeres encontraron el sepulcro vacío, "estaban desconcertadas", "llenas de temor" (Cfr. Lc 24, 4-5). No entendían por qué no estaba el cuerpo de Jesús donde lo habían dejado. Dice el relato de San Juan: "Y le dijeron [los ángeles]: Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto" (Jn 20, 13). Sólo cuando ven a Cristo aparecer, creen.

La Virgen María, en cambio, no fue al sepulcro porque conservaba intactas la fe y la esperanza. Ella sí había conservado la palabra de Dios en lo profundo del corazón, aferrándose a esta. No estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. La Madre confió y esperó la resurrección del Hijo. ¡Bendita tú entre las mujeres!

La Virgen María, en cambio, no fue al sepulcro porque conservaba intactas la fe y la esperanza. Ella sí había conservado la palabra de Dios en lo profundo del corazón, aferrándose a esta. No estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. La Madre confió y esperó la resurrección del Hijo. ¡Bendita tú entre las mujeres!

ACIPRENSA