INTRODUCCIÓN 
 

 

 

 

 

EL BANQUETE DEL SEÑOR
Miguel Payá - Página franciscanos

Capítulo IV
EL DÍA DE LA FIESTA
¡Este es el día del Señor!

La Eucaristía se puede celebrar, y se celebra, todos los días. Pero, desde el principio, la comunidad cristiana es convocada, toda entera y de forma oficial, para celebrarla el Domingo, el «Día del Señor» como lo llamamos desde los tiempos apostólicos, que es para los cristianos el «señor de los días» porque en él celebramos la resurrección de Jesús, núcleo fundamental de la fe cristiana y acontecimiento central de la historia.

Ahora bien, los Domingos, que presiden y configuran la semana, se insertan en un ciclo anual, presidido por la fiesta de la Pascua, en el que se desarrolla todo el Misterio de Cristo: «Cada semana, en el día que llamó "del Señor", (la Iglesia) conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año, desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 102). Por eso, en cada Eucaristía dominical, celebramos la resurrección del Señor, pero, desde esta luz pascual, descubrimos y nos apropiamos del significado salvador de un misterio de la vida de Cristo, según el momento del año.

Vamos a descubrir, primero, la riqueza del Domingo como Pascua semanal, y, después, contemplaremos su inserción en el ciclo anual.

1. EL DOMINGO

Los cristianos de hoy necesitamos descubrir de nuevo el sentido del Domingo, su misterio y su valor de celebración, para no confundirlo con un mero «fin de semana», entendido solamente como tiempo de descanso o diversión. Para hacerlo, nos vamos a dejar guiar por un precioso documento de Juan Pablo II, la carta apostólica Dies Domini, «El día del Señor» (1998), que desgrana los distintos aspectos de esta fiesta primordial de los cristianos a través de distintos nombres.

C.- DÍA DE LA IGLESIA

b) La Eucaristía dominical

Esta relación esencial entre la Iglesia y la Eucaristía se realiza en toda celebración eucarística. Pero se expresa de manera particular el día en que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. La Eucaristía dominical, con la presencia comunitaria y la solemnidad especial que la caracterizan, precisamente porque se celebra el día en que Cristo resucitó, subraya con nuevo énfasis esta dimensión eclesial y se convierte en paradigma de todas las demás celebraciones eclesiales. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la «fracción del pan», se siente como el lugar en que se realiza el misterio de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.

La celebración eucarística dominical se convierte en la principal manifestación de la Iglesia cuando es presidida por el obispo, especialmente en la catedral, o en la comunidad parroquial, cuyo pastor hace las veces del obispo (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 41-42). Por eso es conveniente que las celebraciones eucarísticas que tienen lugar en otras iglesias y capillas, estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial. Y que en la celebración parroquial se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y comunidades religiosas. Esto les permite vivir y experimentar lo que es común a todos ellos, más allá de los carismas y orientaciones específicas que legítimamente les caracterizan. Por eso también, el Domingo no se han de fomentar las Eucaristías en grupos pequeños, a no ser por particulares exigencias formativas o pastorales.

Al ser la Eucaristía el verdadero centro del Domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, la Iglesia no ha cesado de afirmar su necesidad e incluso la obligación de conciencia de participar en ella. Ciertamente, al principio, era tanto el deseo que los cristianos tenían de participar en ella, que no se consideró necesario imperarla. Así, cuando a principios del siglo IV, durante la persecución de Diocleciano, un juez pregunta a un cristiano por qué no ha impedido que se celebrase la Eucaristía en su casa, él contesta: «No me era posible, pues nosotros no podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor» (Actas de los mártires africanos bajo Diocleciano). Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de muchos, hubo necesidad de subrayar el deber de participar en la Eucaristía dominical. Actualmente sigue en vigor, como primer mandamiento de la Iglesia, el deber de los fieles de participar en la celebración eucarística los domingos y demás fiestas principales señaladas por la Iglesia bajo pena de pecado grave, a no ser que estén excusados por una razón seria o estén dispensados por la autoridad eclesial (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2181).

Por lo demás, la Iglesia aconseja a los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa importante, se ven impedidos de asistir a la celebración, se unan espiritualmente a ella, bien leyendo las lecturas y oraciones del día con el deseo de recibir la Eucaristía, bien siguiendo alguna transmisión radiofónica o televisiva de la Eucaristía, o, con preferencia, si ello es posible, recibiendo la comunión traída por algún sacerdote o ministro.

Es posible que hoy, cuando el cristianismo sociológico se está debilitando, las minorías cristianas que siguen fieles a la práctica dominical no tengan ya como principal motivo el precepto, aunque lo respeten y procuren cumplirlo, sino otros motivos más profundos, derivados de la importancia objetiva de la Eucaristía. Y, en este sentido, se sientan más identificados con estas preciosas afirmaciones del Catecismo: «La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2182).