DE
LAS PALABRAS A LA PALABRA
Cuántos
nada más levantarse, y aun en la cama, ya
conectan la radio o la televisión;
cuántos, como un rito matutino, compran
el periódico o se conectan a la prensa
por internet.
La
palabra, la imagen la música... el ruido.
Estamos
llenos de palabras: entrevistas,
tertulias, columnas de opinión...
Los
cristianos debemos saber distinguir las
palabras, con minúscula y la Palabra con
mayúscula.
Las
palabras, con minúscula son las nuestras,
las que usamos para entendernos o
enfrentarnos; las palabras que, muchas
veces, están vacías, que son promesas
hueras; palabras que llaman a confiar en
nada; palabras. bonitas hoy, que se
convierten en odio, ruptura y maltrato
mañana; palabras pequeñas y débiles,
porque nosotros somos así; palabras
infectadas por el pecado y que son
palabras que fallan, mienten, no hacen lo
que dicen.
Vivimos
en el gran supermercado de las palabras.
Todos ofrecen algo, todos hacen rebajas,
todos dan los mejores productos a los
menores precios, todos se llenan la boca
de promesas, encantadores de serpientes...
Todo se compra y se vende, hasta la
conciencia.
Y
el ruido de las palabras, el ajetreo de ir
de un sitio a otro a ver quien ofrece más
a mejor precio, nos impide oír al que es
la Palabra, que, precisamente, se oye en
el silencio.
Porque
no sabemos estar en silencio, nos comen
las palabras, nos ahogan, nos llenan de
angustia.
Y
es que las palabras son nuestras, mientras
que la Palabra procede de Dios.
Lo
ha dicho la primera lectura:
"Suscitaré un profeta entre sus
hermanos. Pondré mis palabras en su
boca"
Y
esa palabra eterna de Dios, que tiene
fuerza creadora, se ha encarnado en Jesús
de Nazareth: "La Palabra se hizo
carne y habitó entre nosotros".
Por
eso Jesús es Palabra con autoridad.
Así,
pues, el cristiano no pone al mismo nivel
las palabras y la Palabra. Y cuando las
palabras dicen una cosa y la Palabra otra,
más allá de nuestros gustos y de
nuestros intereses, acogemos lo que dice
la Palabra.
"Yo
sé de quién me he fiado", decía
San Pablo y para él no había palabras
por encima de la de Jesús.
Y
esa Palabra nos llega a nosotros desde la
Sagrada Escritura y la Tradición de la
Iglesia, autentificadas por el Magisterio
de los sucesores de los Apóstoles, el
Papa y los Obispos en comunión con él.
Que
las palabras las cotejemos siempre con la
Palabra y, como San Pedro, digamos
siempre: "Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna.
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