Mensaje del papa Francisco
para la 58ª Jornada Mundial
de la Paz
1 de Enero
2025
Perdona nuestras ofensas,
concédenos tu paz
I. Escuchando el grito de la
humanidad amenazada
1.
Al inicio de este nuevo año
que nos da el Padre
celestial, tiempo jubilar
dedicado a la esperanza,
dirijo mi más sincero deseo
de paz a toda mujer y
hombre, en particular a
quien se siente postrado por
su propia condición
existencial, condenado por
sus propios errores,
aplastado por el juicio de
los otros, y ya no logra
divisar ninguna perspectiva
para su propia vida. A todos
ustedes, esperanza y paz,
porque este es un Año de
gracia que proviene del
Corazón del Redentor.
2.
En el 2025 la Iglesia
católica celebra el Jubileo,
evento que colma los
corazones de esperanza. El
"jubileo" se remonta a una
antigua tradición judía,
cuando el sonido de un
cuerno de carnero —en hebreo
yobel— anunciaba, cada
cuarenta y nueve años, uno
de clemencia y liberación
para todo el pueblo (cf. Lv
25,10). Este solemne
llamamiento debía resonar
idealmente en todo el mundo
(cf. Lv 25,9), para
restablecer la justicia de
Dios en distintos ámbitos de
la vida: en el uso de la
tierra, en la posesión de
los bienes, en la relación
con el prójimo, sobre todo
respecto a los más pobres y
a quienes habían caído en
desgracia. El sonido del
cuerno recordaba a todo el
pueblo —al que era rico y al
que se había empobrecido—
que ninguna persona viene al
mundo para ser oprimida;
somos hermanos y hermanas,
hijos del mismo Padre,
nacidos para ser libres
según la voluntad del Señor
(cf. Lv 25,17.25.43.46.55).
3.
También hoy, el
Jubileo es un evento que nos
impulsa a buscar la justicia
liberadora de Dios sobre
toda la tierra. Al comienzo
de este Año de gracia, en
lugar del cuerno nosotros
quisiéramos ponernos a la
escucha del «grito
desesperado de auxilio» [1]
que, como la voz de la
sangre de Abel el justo, se
eleva desde muchas partes de
la tierra (cf. Gn 4,10), y
que Dios nunca deja de
escuchar. También nosotros
nos sentimos llamados a ser
voz de tantas situaciones de
explotación de la tierra y
de opresión del prójimo [2].
Dichas injusticias asumen a
menudo la forma de lo que
san Juan Pablo II definió
como «estructuras de pecado»
[3], porque no se deben sólo
a la iniquidad de algunos,
sino que se han consolidado
—por así decirlo— y se
sostienen en una complicidad
extendida.
4.
Cada uno de nosotros debe
sentirse responsable de
algún modo por la
devastación a la que está
sometida nuestra casa común,
empezando por esas acciones
que, aunque sólo sea
indirectamente, alimentan
los conflictos que están
azotando la humanidad. Así
se fomentan y se entrelazan
desafíos sistémicos,
distintos pero
interconectados, que asolan
nuestro planeta [4]. Me
refiero, en particular, a
las disparidades de todo
tipo, al trato deshumano que
se da a las personas
migrantes, a la degradación
ambiental, a la confusión
generada culpablemente por
la desinformación, al
rechazo de toda forma de
diálogo, a las grandes
inversiones en la industria
militar. Son todos factores
de una amenaza concreta para
la existencia de la
humanidad en su conjunto.
Por tanto, al comienzo de
este año queremos ponernos a
la escucha de este grito de
la humanidad para que todos,
juntos y personalmente, nos
sintamos llamados a romper
las cadenas de la injusticia
y, así, proclamar la
justicia de Dios. Hacer
algún acto de filantropía
esporádico no es suficiente.
Se necesitan, por el
contrario, cambios
culturales y estructurales,
de modo que también se
efectúe un cambio duradero
[5].
II. Un cambio cultural:
todos somos deudores
5.
El evento jubilar nos invita
a emprender diversos
cambios, para afrontar la
actual condición de
injusticia y desigualdad,
recordándonos que los bienes
de la tierra no están
destinados sólo a algunos
privilegiados, sino a todos
[6]. Puede ser útil recordar
lo que escribía san Basilio
de Cesarea: «¿Qué cosa,
dime, te pertenece? ¿De
dónde la has tomado para
ponerla en tu vida? […]
¿Acaso no saliste desnudo
del vientre de tu madre?,
¿no tornarás desnudo
nuevamente a la tierra? Los
bienes presentes, ¿de dónde
te vienen? Si dices del
azar, eres impío, porque no
reconoces al Creador, ni das
gracias al que te ha dado»
[7]. Cuando falta la
gratitud, el hombre deja de
reconocer los dones de Dios.
Sin embargo, el Señor, en su
misericordia infinita, no
abandona a los hombres que
pecan contra Él; confirma
más bien el don de la vida
con el perdón de la
salvación, ofrecido a todos
mediante Jesucristo. Por
eso, enseñándonos el "Padre
nuestro", Jesús nos invita a
pedir: «Perdona nuestras
ofensas» ( Mt 6,12).
6.
Cuando una persona ignora el
propio vínculo con el Padre,
comienza a albergar la idea
de que las relaciones con
los demás puedan ser
gobernadas por una lógica de
explotación, donde el más
fuerte pretende tener el
derecho de abusar del más
débil [8]. Como las élites
en el tiempo de Jesús, que
se aprovechaban de los
sufrimientos de los más
pobres, así hoy en la aldea
global interconectada [9],
el sistema internacional, si
no se alimenta de lógicas de
solidaridad y de
interdependencia, genera
injusticias, exacerbadas por
la corrupción, que atrapan a
los países más pobres. La
lógica de la explotación del
deudor también describe
sintéticamente la actual
"crisis de la deuda" que
afecta a diversos países,
sobre todo del sur del
mundo.
7.
No me canso de
repetir que la deuda externa
se ha convertido en un
instrumento de control, a
través del cual algunos
gobiernos e instituciones
financieras privadas de los
países más ricos no tienen
escrúpulos de explotar de
manera indiscriminada los
recursos humanos y naturales
de los países más pobres, a
fin de satisfacer las
exigencias de los propios
mercados [10]. A esto se
agrega que diversas
poblaciones, más abrumadas
por la deuda internacional,
también se ven obligadas a
cargar con el peso de la
deuda ecológica de los
países más desarrollados
[11]. La deuda ecológica y
la deuda externa son dos
caras de una misma moneda de
esta lógica de explotación
que culmina en la crisis de
la deuda [12]. Pensando en
este Año jubilar, invito a
la comunidad internacional a
emprender acciones de
remisión de la deuda
externa, reconociendo la
existencia de una deuda
ecológica entre el norte y
el sur del mundo. Es un
llamamiento a la
solidaridad, pero sobre todo
a la justicia [13].
8.
El cambio cultural y
estructural para superar
esta crisis se realizará
cuando finalmente nos
reconozcamos todos hijos del
Padre y, ante Él, nos
confesemos todos deudores,
pero también todos
necesarios, necesitados unos
de otros, según una lógica
de responsabilidad
compartida y diversificada.
Podremos descubrir
«definitivamente que nos
necesitamos y nos debemos
los unos a los otros» [14].
III. Un camino de esperanza:
tres acciones posibles
9.
Si nos dejamos tocar
el corazón por estos cambios
necesarios, el Año de gracia
del jubileo podrá reabrir la
vía de la esperanza para
cada uno de nosotros. La
esperanza nace de la
experiencia de la
misericordia de Dios, que es
siempre ilimitada [15].
Dios, que no debe nada a
nadie, continúa otorgando
sin cesar gracia y
misericordia a todos los
hombres. Isaac de Nínive, un
Padre de la Iglesia oriental
del siglo VII, escribía: «Tu
amor es más grande que mis
ofensas. Insignificantes son
las olas del mar respecto al
número de mis pecados; pero,
si pesamos mis pecados,
respecto a tu amor, se
esfuman como la nada» [16].
Dios no calcula el mal
cometido por el hombre, sino
que es inmensamente «rico en
misericordia, por el gran
amor con que nos amó» ( Ef
2,4). Al mismo tiempo,
escucha el grito de los
pobres y de la tierra.
Bastaría detenerse un
momento, al inicio de este
año, y pensar en la gracia
con la que cada vez perdona
nuestros pecados y condona
todas nuestras deudas, para
que nuestro corazón se
inunde de esperanza y de
paz.
10.
Por eso Jesús, en la oración
del "Padre nuestro",
establece una afirmación muy
exigente: «como también
nosotros perdonamos a los
que nos ofenden», después de
que hemos pedido al Padre la
remisión de nuestras ofensas
(cf. Mt 6,12). Para perdonar
una ofensa a los demás y
darles esperanza es
necesario, en efecto, que la
propia vida esté llena de
esa misma esperanza que
llega de la misericordia de
Dios. La esperanza es
sobreabundante en la
generosidad, no calcula, no
exige cuentas a los
deudores, no se preocupa de
la propia ganancia, sino que
tiene como punto de mira un
sólo fin: levantar al que
está caído, vendar los
corazones heridos, liberar
de toda forma de esclavitud.
11.
Al inicio de este Año
de gracia, quisiera, por
tanto, sugerir tres acciones
que puedan restaurar la
dignidad en la vida de
poblaciones enteras y volver
a ponerlas en camino sobre
la vía de la esperanza, para
que se supere la crisis de
la deuda y todos puedan
volver a reconocerse
deudores perdonados.
Sobre todo, retomo el
llamamiento lanzado por san
Juan Pablo II con ocasión
del Jubileo del año 2000, de
pensar «en una notable
reducción, si no en una
total condonación, de la
deuda internacional, que
grava sobre el destino de
muchas naciones» [17]. Que,
reconociendo la deuda
ecológica, los países más
ricos se sientan llamados a
hacer lo posible para
condonar las deudas de esos
países que no están en
condiciones de devolver lo
que deben. Ciertamente, para
que no se trate de un acto
aislado de beneficencia, que
lleve a correr el riesgo de
desencadenar nuevamente un
círculo vicioso de
financiación-deuda, es
necesario, al mismo tiempo,
el desarrollo de una nueva
arquitectura financiera, que
lleve a la creación de un
Documento financiero global,
fundado en la solidaridad y
la armonía entre los
pueblos.
Además, pido un compromiso
firme para promover el
respeto de la dignidad de la
vida humana, desde la
concepción hasta la muerte
natural, para que toda
persona pueda amar la propia
vida y mirar al futuro con
esperanza, deseando el
desarrollo y la felicidad
para sí misma y para sus
propios hijos. Sin esperanza
en la vida, en efecto, es
difícil que surja en el
corazón de los más jóvenes
el deseo de generar otras
vidas. Aquí, en particular
quisiera invitar una vez más
a un gesto concreto que
pueda favorecer la cultura
de la vida. Me refiero a la
eliminación de la pena de
muerte en todas las
naciones. Esta medida, en
efecto, además de
comprometer la
inviolabilidad de la vida,
destruye toda esperanza
humana de perdón y de
renovación [18].
Me atrevo también a volver a
lanzar otro llamamiento,
apelándome a san Pablo VI y
a Benedicto XVI [19], para
las jóvenes generaciones, en
este tiempo marcado por las
guerras: utilicemos al menos
un porcentaje fijo del
dinero empleado en los
armamentos para la
constitución de un Fondo
mundial que elimine
definitivamente el hambre y
facilite en los países más
pobres actividades
educativas también dirigidas
a promover el desarrollo
sostenible, contrastando el
cambio climático [20].
Debemos buscar que se
elimine todo pretexto que
pueda impulsar a los jóvenes
a imaginar el propio futuro
sin esperanza, o bien como
una expectativa para vengar
la sangre de sus seres
queridos. El futuro es un
don para superar los errores
del pasado, para construir
nuevos caminos de paz.
IV. La meta de la paz
12.
Aquellos que
emprenderán, por medio de
los gestos sugeridos, el
camino de la esperanza,
podrán ver cada vez más
cercana la tan anhelada meta
de la paz. El salmista nos
confirma en esta promesa:
cuando «el Amor y la Verdad
se encontrarán, la Justicia
y la Paz se abrazarán» ( Sal
85,11). Cuando me despojo
del arma del préstamo y
restituyo la vía de la
esperanza a una hermana o a
un hermano, contribuyo al
restablecimiento de la
justicia de Dios en esta
tierra y me encamino con
esta persona hacia la meta
de la paz. Como decía san
Juan XXIII, la verdadera paz
sólo podrá nacer de un
corazón desarmado de la
angustia y el miedo de la
guerra [21].
13.
Que el 2025 sea un año en el
que crezca la paz. Esa paz
real y duradera, que no se
detiene en las objeciones de
los contratos o en las mesas
de compromisos humanos [22].
Busquemos la verdadera paz,
que es dada por Dios a un
corazón desarmado: un
corazón que no se empecina
en calcular lo que es mío y
lo que es tuyo; un corazón
que disipa el egoísmo en la
prontitud de ir al encuentro
de los demás; un corazón que
no duda en reconocerse
deudor respecto a Dios y por
eso está dispuesto a
perdonar las deudas que
oprimen al prójimo; un
corazón que supera el
desaliento por el futuro con
la esperanza de que toda
persona es un bien para este
mundo.
14.
El desarme del corazón es un
gesto que involucra a todos,
a los primeros y a los
últimos, a los pequeños y a
los grandes, a los ricos y a
los pobres. A veces, es
suficiente algo sencillo,
como «una sonrisa, un gesto
de amistad, una mirada
fraterna, una escucha
sincera, un servicio
gratuito» [23]. Con estos
pequeños-grandes gestos, nos
acercamos a la meta de la
paz y la alcanzaremos más
rápido; es más, a lo largo
del camino, junto a los
hermanos y hermanas
reunidos, nos descubriremos
ya cambiados respecto a cómo
habíamos partido. En efecto,
la paz no se alcanza sólo
con el final de la guerra,
sino con el inicio de un
mundo nuevo, un mundo en el
que nos descubrimos
diferentes, más unidos y más
hermanos de lo que habíamos
imaginado.
15.
¡Concédenos tu paz, Señor!
Esta es la oración que elevo
a Dios, mientras envío mis
mejores deseos para el año
nuevo a los jefes de estado
y de gobierno, a los
responsables de las
organizaciones
internacionales, a los
líderes de las diversas
religiones, a todas las
personas de buena voluntad.
Perdona nuestras ofensas,
Señor,
como nosotros perdonamos a
los que nos ofenden,
y en este círculo de perdón
concédenos tu paz,
esa paz que sólo Tú puedes
dar
a quien se deja desarmar el
corazón,
a quien con esperanza quiere
remitir las deudas de los
propios hermanos,
a quien sin temor confiesa
de ser tu deudor,
a quien no permanece sordo
al grito de los más pobres.