REFLEXIONES  
 

 

REFLEXIÓN - 1

"AHORA VIVO"

Compartir el pan y beber de la misma copa eran gestos muy elocuentes en tiempos de Jesús. A través de ellos se establecía una profunda comunión con los demás y con la naturaleza. El pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, se convierten en alimento después de un proceso de transformación. Tienen que morir los granos de trigo y las uvas del racimo para que nazca el pan blanco y el vino rojo. Cuando Jesús entrega a sus discípulos estos dones, les está anticipando su final y, al mismo tiempo, les está ofreciendo un programa de vida: “Vosotros podéis ser alimento para los demás si aceptáis ser molidos (como los granos) o triturados (como las espigas)”. En esto consiste la eucaristía. Por eso, como nos recuerda la carta a los Corintios, cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor hasta que él vuelva, reproducimos el sentido de su vida entregada.

¿Entendemos esto cuando celebramos la eucaristía? Si lo entendiéramos, ¿cómo podemos preguntar, una y otra vez, “para qué sirve la eucaristía”? ¡Sirve para vivir! Es el símbolo y la fuente de la vida. Sin entrar en comunión con el Cristo que se da somos incapaces de dejarnos triturar en el lagar de la vida, nos resistimos a todas las muertes y no encontramos sentido a nada de lo que hacemos. Sin eucaristía, nuestra existencia se reduce a una exhibición estéril.

Como hoy no estamos muy adiestrados en descifrar símbolos, el evangelio de Juan nos ofrece una traducción eucarística apta para todos los públicos. Vive la eucaristía quien reproduce la vida de Jesús, que no ha venido a ser servido sino a servir. Por eso, en el Jueves Santo, se coloca ante nuestros ojos el icono del Jesús que lava los pies a sus discípulos. El Señor se convierte en siervo y los siervos en señores. La conclusión es clara: También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.

Os propongo una parábola compuesta por un hermano mío:

En un encuentro comunitario, el Abad confesó con sencillez a los monjes:

Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.

Pronto descubrí que esta ambición me quitaba la vida, pero no sabía qué hacer, porque veía que no es posible renunciar al ideal sin traicionarse y me parecía que ser el primero era, sin duda, el ideal.

Tardé mucho en comprender que el ideal está en ocupar el último puesto, que es el puesto del servicio y, por lo mismo, del amor. Esto dio un sentido nuevo a mi vida. Ahora caigo en la cuenta de que pretender el último puesto es demasiado para mí, porque ese sitio se lo ha reservado el Señor, y él no lo cede, aunque sí lo comparte con quien se lo pide. Yo se lo pido, muy consciente de que no lo merezco, y me siento feliz. ¡Ahora, vivo!

Gonzalo (Claretianos)
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REFLEXIÓN - 2

LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO

"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo:  baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.

Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.

Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.

Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos", dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. "Pero no todos":  existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos":  ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.

En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito:  para él sólo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro:  para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos". El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos "contagiar" por ella. Nos invita -por más perdidos que podamos sentirnos- a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.

Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico:  "Os he dado ejemplo..." (Jn 13, 15); "También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el "lavarnos los pies unos a otros"? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.

El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén. 

Benedicto XVI 

 

 

REFLEXIÓN - 3

ESTA ES NUESTRA HISTORIA

Todos los pueblos tienen grandes gestas que definen su identidad. Israel presumía de una experiencia de liberación que sobrepasaba el poder de los hombres. Era el paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Era reconocer la intervención de Dios en el momento más oscuro de aquel pueblo. El relato de aquella experiencia fundante, transmitido de generación en generación y celebrado anualmente, era algo más que un recuerdo. La Pascua tiene el poder de traer y actualizar un pasado glorioso para hacerlo motor de una historia que se sigue escribiendo. A Dios no se le alaba solo por su intervención  en un momento determinado, sino que se reconoce su paso por el presente. ¡Dios sigue actuando, sigue salvando!

El israelita era bien consciente de ese memorial y lo incorporaba a la historia vital de cada creyente. Todos hemos sido salvados, hemos sido amados, hemos sido introducidos  en una dinámica de vida y esperanza, que nos interpela. No podemos dejar de recorrer nuestro proceso personal, de vida y de fe, si no es en esta clave. Esta Pascua nos afecta, sigue teniendo efectos de salvación para nosotros. ¿Los reconocemos? ¿Somos capaces de percibir y agradecer el paso salvador de Dios por nuestros propios procesos? ¿Ponemos nombres e imágenes al amor liberador que el Señor ha derramado en nosotros?

El mandato de construir comunidad

Las comunidades judías esperaban a la primera luna llena de Nisán para hacer memoria de la sangre y el camino, el cordero y la libertad. Los seguidores de Jesús asociaron desde antiguo la riqueza de la Pascua con la entrega del Maestro en su Última Cena. En ella reconocieron al nuevo Moisés que reflejaba en sus actos y sus palabras la liberación definitiva; esa que supera las tierras y los imperios, las debilidades de lo humano y los tiempos antiguos. En el pan y el vino Jesús se dio a conocer por completo, porque en aquel gesto se delataba lo que le había movido en su vida pública: sus palabras y milagros, la búsqueda de cada persona en encuentros de vida, la predicación del Reino, su modo de revelar en todo ello quién y cómo es Dios.

La Última Cena de Jesús es para nosotros la Pascua definitiva. Por eso la celebramos cada semana, cada día, manteniendo sus palabras y reavivando su deseo. La Eucaristía que nos da la vida de la fe y la fuerza del espíritu, conecta con una doble exigencia de Jesús en aquella noche de Amor. En primer lugar, con la fraternidad, el sentido de comunidad, ese que –antes y ahora- es una emergencia de los cristianos: del único Cuerpo de Cristo se gesta la única Iglesia, sin rupturas ni divisiones. Pero también es una llamada a la entrega hecha desde el amor auténtico; romperse, agacharse, servir es prolongar la Pascua de Jesús. Sin individualismos ni soledades. Sin ritos vacíos o ajenos al amor.

¿Hasta el extremo?

Conocemos, desgraciadamente, el extremo al que puede llegar el mal provocado por las personas. Estamos demasiado familiarizados con él. Pero, ¿quién nos señala las cotas más altas que retratan la grandeza de la persona? En Jesús encontramos el tope máximo, la dignidad mayor del amor humano. “Los amó hasta el extremo”. Es importante el detalle. Siempre hay un “extremo” al que el amor puede tender y debe superar. Una vida sin amor es tiempo perdido. Como lo son los ratos de desgana, odios o divisiones. El “amor extremo” reconcilia a los humanos y les devuelve la dignidad y plenitud. En esta sociedad en la que tantos “diosecillos” nos engañan para vivir arrodillados como esclavos, sin ser conscientes del todo, la Pascua pregona que solo amar nos hace dignos, grandes, plenos. Un amor de gestos, rostros, historias y compromisos…  En aquel Cenáculo no era solo Jesús quien, en un silencio desconcertante y pedagógico, se agachaba: era Dios mismo que reescribía su alianza nueva con cada uno de sus hijos e hijas para siempre. En el amor extremo de Jesús se nos brindan las claves para reconocer cómo somos y hemos sido amados. Pero también cómo y de qué forma somos invitados a amar. Es el “Amor de los amores”, adorado en el Sacramento y reconocido en nuestra historia. Porque también allí nuestros pies (tal vez heridos, sucios, paralizados o pródigos) fueron tomados, lavados y besados. E invitados a estrenar un camino nuevo en la ruta de la vida. ¿Hacia qué extremos me empuja el amor de Jesús?

Hacedlo vosotros

El Jueves Santo es una provocación. Como lo fue el lavatorio, o el pan y el vino, para los discípulos. Guardaron silencio. Les costó entenderlo. Pero mantuvieron y trasmitieron la memoria de aquella tarde como el tesoro de la Iglesia. El Jueves Santo nos pone de rodillas, para adorar, contemplar y acoger el Misterio. Pero, a la vez, nos lanza al servicio del hermano. “Sed lo que veis y recibid lo que sois”, decía San Agustín. El gesto de Jesús y sus palabras nos empujan a los caminos del mundo para imitar a Quien nos enseñó a hacer de la vida un servicio de amor. El pan se parte y se da: sería inútil guardarlo cuando hay tanta hambre. Los pies se tocan y se lavan para que sigan la ruta: no se juzgan, ni se analizan, ni se contemplan.

El Jueves Santo nos empuja a ser prolongación de un amor liberador, escrito en la historia humana, que se revela en detalles concretos, continuos. ¿Cómo ser en este momento, en este mundo, prolongación real del amor de Jesús?

Fr. Javier Garzón Garzón
Convento Santo Tomás de Aquino - 'El Olivar' (Madrid)