DIOS,
LA ÚLTIMA PALABRA Cuando
se pasó de un régimen totalitario a uno "cuasi"
democrático, empezaron a sonar con mucha intensidad
palabras como "libertad" y
"derechos".
Teníamos
todos los derechos del mundo y qué poco se hablaba de
obligaciones.
Y
la libertad, el gran grito, el gran anhelo. No somos
esclavos de nadie. Nadie nos manipula, vamos donde
queremos... Qué ilusos, al final siempre hay unos u
otros que mueven los hilos de la marioneta.
Y
la consecuencia de una libertad mal entendida, de unos
derechos exigidos por encima de los derechos de los
demás, es una sociedad, un mundo, roto, dividido,
violento; un mundo que fabrica a gran ritmo pobres,
excluidos, refugiados inmigrantes, marginados...
¿Y
a quién pedimos cuentas de esta situación?
El
egoísmo, la ambición humana, la insolidaridad, el
ansia de poder, de tener, de dominar al otro, en
resumen, nuestro pecado, producen las situaciones
descritas. Por otra parte, nuestra realidad de seres
débiles, abiertos a la enfermedad y a la muerte
física, hacen que estas estén presentes en nuestra
vida en cualquier momento, a cualquier edad y en todos:
ricos y pobres, señores y siervos, niños jóvenes y
ancianos.
Y
como no queremos ver nuestra responsabilidad en todo
esto, buscamos el culpable. Decimos: "Dios
tiene la culpa, porque lo permite", "Dios es
injusto", "No puede existir Dios y menos un
Dios bueno y misericordioso, cuando en el mundo hay
tanto sufrimiento y tanta muerte".
Este
es el grito de Habacuc en la primera lectura:
"¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me
escuches?
Dios
no es el autor del mal, dejaría de ser Dios; Dios no
puede quitarnos nuestra libertad, aun a riesgo que la
utilicemos mal, pues dejaríamos de ser personas.
Ante
el problema del mal, dos caminos: primero, un estilo de
vida que denuncie las estructuras de pecado que lo
producen, es decir, vivir en dirección contraria;
segundo, la fe en Dios que no permitirá que el mal, el
pecado que hay en nosotros, tenga la última palabra.
No
es fácil vivir desde la fe las situaciones consecuencia
del pecado; por eso también nosotros tenemos que pedir
a Jesús, como los apóstoles: "Auméntanos la
fe".
Vivir
desde la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
vivir desde los mandamientos de la ley de Dios, seguir
los pasos que Jesús nos marca en el Evangelio... Si
viviéramos de verdad así, cuántos males se
evitarían, se conseguirían milagros mayores que el
que, a una palabra nuestra, una morera se arrancara de
raíz y se trasplantara en el mar.
El
profeta Habacuc nos ha dicho: "El justo vivirá por
la fe"; San Pablo le dice a Timoteo, y en él a
nosotros: "Vive con fe y amor cristiano".
Y
ese es también nuestro camino: vivir desde la fe en
aquel que se entregó y dio la vida por nosotros cuando
aún éramos pecadores. Él es el Señor, nosotros sus
servidores. Nuestra vida es responder a su amor con el
nuestro: un amor hecho entrega, como el suyo; un amor
sin intereses personales, pues ya se nos ha dado todo;
un amor que se expresa haciendo lo que tenemos que
hacer, como buenos servidores del Señor.
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