LA
IGLESIA VIVE DE LA
EUCARISTÍA
CARTA ENCÍCLICA
ECCLESIA DE EUCHARISTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
4. La hora de nuestra redención.
Jesús, aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su «
hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero
¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12, 27).
Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe
experimentar la soledad y el abandono: « ¿Conque no habéis
podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis
en tentación » (Mt 26, 40-41). Sólo Juan permanecerá al
pie de la Cruz, junto a María y a las piadosas mujeres. La
agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la agonía de la
Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la hora de la
redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la
tumba de Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a
su « hora », la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel
lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero
que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que
participa en ella.
« Fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los
muertos ». A las palabras de la profesión de fe hacen eco
las palabras de la contemplación y la proclamación: « Ecce
lignum crucis in quo salus mundi pependit. Venite adoremus ». Ésta
es la invitación que la Iglesia hace a todos en la tarde del
Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto durante el tiempo
pascual para proclamar: « Surrexit Dominus de sepulcro qui
pro nobis pependit in ligno. Aleluya ».
5. « Mysterium fidei! – ¡Misterio de
la fe! ». Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras,
los presentes aclaman: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».
Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a
la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela
también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con
el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se
encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su
formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el
Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum
paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y «
concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don,
Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del
misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa «
contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir
de todos los siglos.
Este pensamiento nos lleva a sentimientos de
gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la
Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una
« capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la
historia como destinataria de la gracia de la redención. Este
asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la
celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar
al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a
la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal,
realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo
del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será entregado por
vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada
por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más
bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las
pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de
generación en generación por todos los que en la Iglesia
participan ministerialmente de su sacerdocio.