«Hermanos, en
cuanto al tiempo y al
momento, no es necesario que
les escriba. Ustedes saben
perfectamente que el Día del
Señor vendrá como un ladrón
en plena noche» (Primera
carta de san Pablo a los
Tesalonicenses 5,1-2).
1. Con
estas palabras, el apóstol
Pablo invitaba a la
comunidad de Tesalónica, que
esperaba el encuentro con el
Señor, a permanecer firme,
con los pies y el corazón
bien plantados en la tierra,
capaz de una mirada atenta a
la realidad y a las
vicisitudes de la historia.
Por eso, aunque
los acontecimientos de
nuestra existencia parezcan
tan trágicos y nos sintamos
empujados al túnel oscuro y
difícil de la injusticia y
el sufrimiento, estamos
llamados a mantener el
corazón abierto a la
esperanza, confiando en Dios
que se hace presente, nos
acompaña con ternura, nos
sostiene en la fatiga y,
sobre todo, guía nuestro
camino. Con este
ánimo san Pablo exhorta
constantemente a la
comunidad a estar vigilante,
buscando el bien, la
justicia y la verdad: «No
nos durmamos, entonces, como
hacen los otros:
permanezcamos despiertos y
seamos sobrios» (5,6). Es
una invitación a mantenerse
alerta, a no encerrarnos en
el miedo, el dolor o la
resignación, a no ceder a la
distracción, a no
desanimarnos, sino a ser
como centinelas capaces de
velar y distinguir las
primeras luces del alba,
especialmente en las horas
más oscuras.
2. El
COVID-19 nos sumió en medio
de la noche,
desestabilizando nuestra
vida ordinaria, trastornando
nuestros planes y
costumbres, perturbando la
aparente tranquilidad
incluso de las sociedades
más privilegiadas, generando
desorientación y
sufrimiento, y causando la
muerte de tantos hermanos y
hermanas nuestros.
Empujado
dentro de una vorágine de
desafíos inesperados y en
una situación que no estaba
del todo clara ni siquiera
desde el punto de vista
científico, el mundo
sanitario se movilizó para
aliviar el dolor de tantos y
tratar de ponerle remedio;
del mismo modo, las
autoridades políticas
tuvieron que tomar medidas
drásticas en materia de
organización y gestión de la
emergencia.
Junto con
las manifestaciones
físicas, el
COVID-19 provocó —también
con efectos a largo plazo— un
malestar generalizado que
caló en los corazones de
muchas personas y familias,
con secuelas a tener en
cuenta, alimentadas por
largos períodos de
aislamiento y diversas
restricciones de la
libertad.
Además, no
podemos olvidar cómo la
pandemia tocó la fibra
sensible del tejido social y
económico, sacando a relucir
contradicciones y
desigualdades.
Amenazó la seguridad laboral
de muchos y agravó la
soledad cada vez más
extendida en nuestras
sociedades, sobre todo la de
los más débiles y la de los
pobres. Pensemos, por
ejemplo, en los millones de
trabajadores informales de
muchas partes del mundo, a
los que se dejó sin empleo y
sin ningún apoyo durante
todo el confinamiento.
Rara vez los
individuos y la sociedad
avanzan en situaciones que
generan tal sentimiento de
derrota y amargura;
pues esto debilita los
esfuerzos dedicados a la paz
y provoca conflictos
sociales, frustración y
violencia de todo tipo. En
este sentido, la
pandemia parece haber
sacudido incluso las zonas
más pacíficas de nuestro
mundo, haciendo aflorar
innumerables carencias.
3. Transcurridos
tres años, ha llegado el
momento de tomarnos un
tiempo para cuestionarnos,
aprender, crecer y dejarnos
transformar —de
forma personal y
comunitaria—; un
tiempo privilegiado para
prepararnos al “día del
Señor”. Ya he
dicho varias veces que de
los momentos de crisis nunca
se sale igual: de ellos
salimos mejores o peores.
Hoy estamos llamados a
preguntarnos: ¿qué hemos
aprendido de esta situación
pandémica? ¿Qué nuevos
caminos debemos emprender
para liberarnos de las
cadenas de nuestros viejos
hábitos, para estar mejor
preparados, para atrevernos
con lo nuevo? ¿Qué señales
de vida y esperanza podemos
aprovechar para seguir
adelante e intentar hacer de
nuestro mundo un lugar
mejor?
Seguramente, después de
haber palpado la fragilidad
que caracteriza la realidad
humana y nuestra existencia
personal, podemos
decir que la mayor lección
que nos deja en herencia el
COVID-19 es la conciencia de
que todos nos necesitamos;
de que nuestro mayor tesoro,
aunque también el más
frágil, es la fraternidad
humana, fundada en nuestra
filiación divina común, y de
que nadie puede salvarse
solo. Por
tanto, es
urgente que busquemos y
promovamos juntos los
valores universales que
trazan el camino de esta
fraternidad humana. También
hemos aprendido que la
fe depositada en el
progreso, la tecnología y
los efectos de la
globalización no sólo ha
sido excesiva, sino que se
ha convertido en una
intoxicación individualista
e idolátrica, comprometiendo
la deseada garantía de
justicia, armonía y paz. En
nuestro acelerado mundo, muy
a menudo los problemas
generalizados de
desequilibrio, injusticia,
pobreza y marginación
alimentan el malestar y los
conflictos, y generan
violencia e incluso guerras.
Si, por un
lado, la pandemia sacó a
relucir todo esto, por
otro, hemos
logrado hacer
descubrimientos positivos: un
beneficioso retorno
a la humildad;
una reducción
de ciertas pretensiones
consumistas; un renovado
sentido de la solidaridad que
nos anima a salir de nuestro
egoísmo para abrirnos al
sufrimiento de los demás y a
sus necesidades; así como un
compromiso, en algunos casos
verdaderamente heroico, de
tantas personas que no
escatimaron esfuerzos para
que todos pudieran superar
mejor el drama de la
emergencia.
De esta
experiencia ha
surgido una conciencia más
fuerte que invita a todos,
pueblos y naciones, a volver
a poner la palabra “juntos”
en el centro. En
efecto, es juntos, en la
fraternidad y la
solidaridad, que podemos
construir la paz, garantizar
la justicia y superar los
acontecimientos más
dolorosos. De hecho, las
respuestas más eficaces a la
pandemia han sido aquellas
en las que grupos sociales,
instituciones públicas y
privadas y organizaciones
internacionales se unieron
para hacer frente al
desafío, dejando de lado
intereses particulares. Sólo
la paz que nace del amor
fraterno y desinteresado
puede ayudarnos a superar
las crisis personales,
sociales y mundiales.
4. Al
mismo tiempo, en
el momento en que nos
atrevimos a esperar que lo
peor de la noche de la
pandemia del COVID-19 había
pasado, un nuevo y terrible
desastre se abatió sobre la
humanidad. Fuimos
testigos del inicio de otro
azote: una nueva guerra, en
parte comparable a la del
COVID-19, pero impulsada por
decisiones humanas
reprobables. La
guerra en Ucrania se cobra
víctimas inocentes y propaga
la inseguridad,
no sólo entre los
directamente afectados, sino
de forma generalizada e
indiscriminada en todo el
mundo; también afecta a
quienes, incluso a miles de
kilómetros de distancia,
sufren sus efectos
colaterales —basta pensar en
la escasez de trigo y los
precios del combustible—.
Ciertamente, esta
no es la era post-COVID que
esperábamos o preveíamos.
De hecho, esta
guerra, junto
con los demás conflictos en
todo el planeta, representa
una derrota para la
humanidad en su conjunto y
no sólo para las partes
directamente implicadas. Aunque
se ha encontrado una vacuna
contra el COVID-19, aún no
se han hallado soluciones
eficaces para poner fin a la
guerra. En
efecto, el
virus de la guerra es más
difícil de vencer que los
que afectan al organismo,
porque no procede del
exterior, sino del interior
del corazón humano,
corrompido por el pecado (cf. Evangelio
según san Marcos 7,17-23).
5. ¿Qué
se nos pide, entonces, que
hagamos? En
primer lugar, dejarnos
cambiar el corazón por
la emergencia que hemos
vivido, es decir, permitir
que Dios transforme nuestros
criterios habituales de
interpretación del mundo y
de la realidad a través de
este momento histórico. Ya
no podemos pensar sólo en
preservar el espacio de
nuestros intereses
personales o nacionales,
sino que debemos concebirnos
a la luz del bien común, con
un sentido comunitario, es
decir, como un “nosotros”
abierto a la fraternidad
universal. No podemos buscar
sólo protegernos a nosotros
mismos; es
hora de que todos nos
comprometamos con la
sanación de nuestra sociedad
y nuestro planeta, creando
las bases para un mundo más
justo y pacífico, que se
involucre con seriedad en la
búsqueda de un bien que sea
verdaderamente común.
Para
lograr esto y vivir mejor
después de la emergencia del
COVID-19, no podemos ignorar
un hecho fundamental: las
diversas crisis morales,
sociales, políticas y
económicas que padecemos
están todas interconectadas,
y lo que consideramos como
problemas autónomos son en
realidad uno la causa o
consecuencia de los otros.
Así pues, estamos
llamados a afrontar los
retos de nuestro mundo con
responsabilidad y compasión. Debemos
retomar la cuestión de garantizar
la sanidad pública para
todos; promover acciones
de paz para poner fin a los
conflictos y guerras que
siguen generando víctimas y
pobreza; cuidar de
forma conjunta nuestra
casa común y
aplicar medidas claras y
eficaces para hacer
frente al cambio climático; luchar
contra el virus de la
desigualdad y garantizar la
alimentación y un trabajo
digno para todos,
apoyando a quienes ni
siquiera tienen un salario
mínimo y atraviesan grandes
dificultades. El escándalo
de los pueblos hambrientos
nos duele. Hemos de desarrollar,
con políticas adecuadas, la
acogida y la integración,
especialmente de los
migrantes y de los que viven
como descartados en nuestras
sociedades. Sólo
invirtiendo en estas
situaciones, con un deseo
altruista inspirado por el
amor infinito y
misericordioso de Dios,
podremos construir un mundo
nuevo y ayudar a edificar el
Reino de Dios, que es un
Reino de amor, de justicia y
de paz.
Al
compartir estas
reflexiones, espero
que en el nuevo año podamos
caminar juntos, aprovechando
lo que la historia puede
enseñarnos.
Expreso mis mejores votos a
los jefes de Estado y de
gobierno, a los directores
de las organizaciones
internacionales y a los
líderes de las diferentes
religiones. A
todos los hombres y mujeres
de buena voluntad, les
deseo un feliz año, en el
que puedan construir, día a
día, como artesanos, la paz.
Que María Inmaculada, Madre
de Jesús y Reina de la Paz,
interceda por nosotros y por
el mundo entero.
Vaticano, 8
de diciembre de 2022