1.
Con el tradicional Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al
principio del nuevo año, deseo
hacer llegar un afectuoso saludo a todos los hombres y a todas las
mujeres del mundo, de modo especial a los que sufren a causa de la
violencia y de los conflictos armados. Es también un deseo lleno
de esperanza por un mundo más sereno, en el que aumente el número
de quienes, tanto individual como comunitariamente, se esfuerzan
por seguir las vías de la justicia y la paz.
2.
Antes de nada, quisiera rendir un homenaje agradecido a mis amados
Predecesores, los grandes Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II,
inspirados artífices de paz. Animados por el espíritu de las
Bienaventuranzas, supieron leer en los numerosos acontecimientos
históricos que marcaron sus respectivos Pontificados la
intervención providencial de Dios, que nunca olvida la suerte del
género humano. Como incansables mensajeros del Evangelio,
invitaron repetidamente a todos a reemprender desde Dios la
promoción de una convivencia pacífica en todas las regiones de
la tierra. Mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
sigue la línea de esta noble enseñanza: con él, deseo confirmar
una vez más la firme voluntad de la Santa Sede de continuar
sirviendo a la causa de la paz. El nombre mismo de Benedicto, que
adopté el día en que fui elegido para la Cátedra de Pedro,
quiere indicar mi firme decisión de trabajar por la paz. En
efecto, he querido hacer referencia tanto al Santo Patrono de
Europa, inspirador de una civilización pacificadora de todo el
Continente, así como al Papa Benedicto XV, que condenó la
primera Guerra Mundial como una « matanza inútil » y se
esforzó para que todos reconocieran las razones superiores de la
paz.
3.
El tema de reflexión de este año —« En la verdad, la paz
»— expresa la convicción de que, donde y cuando el hombre
se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo
casi natural el camino de la paz. La Constitución pastoral Gaudium
et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado
hace ahora 40 años, afirma que la humanidad no conseguirá
construir « un mundo más humano para todos los hombres, en todos
los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu
renovado, se conviertan a la verdad de la paz ». Pero, ¿a qué
nos referimos al utilizar la expresión « verdad de la paz »?
Para contestar adecuadamente a esta pregunta se ha de tener
presente que la paz no puede reducirse a la simple ausencia de
conflictos armados, sino que debe entenderse como « el fruto de
un orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador »,
un orden « que los hombres, siempre sedientos de una justicia más
perfecta, han de llevar a cabo ». En cuanto resultado de un orden
diseñado y querido por el amor de Dios, la paz tiene su verdad
intrínseca e inapelable, y corresponde « a un anhelo y una
esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable ».
4.
La paz, concebida de este modo, es un don celestial y una gracia
divina, que exige a todos los niveles el ejercicio de una
responsabilidad mayor: la de conformar —en la verdad, en la
justicia, en la libertad y en el amor— la historia humana con el
orden divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de
la realidad, o bien el respeto de aquella « gramática » del diálogo
que es la ley moral universal, inscrita en el corazón del
hombre; cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo
integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales;
cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y
desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución
del bien de la paz? En efecto, faltan los elementos esenciales que
constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz
como « tranquillitas ordinis », la tranquilidad del
orden, es decir, aquella situación que permite en definitiva
respetar y realizar por completo la verdad del hombre.
5.
Entonces, ¿quién y qué puede impedir la consecución de la paz?
A este propósito, la Sagrada Escritura, en su primer Libro, el Génesis,
resalta la mentira pronunciada al principio de la historia por el
ser de lengua bífida, al que el evangelista Juan califica como «
padre de la mentira » (Jn 8,44). La mentira es también
uno de los pecados que recuerda la Biblia en el capítulo final de
su último Libro, el Apocalipsis, indicando la exclusión
de los mentirosos de la Jerusalén celeste: «¡Fuera... todo el
que ame y practique la mentira! » (22,15). La mentira está
relacionada con el drama del pecado y sus consecuencias perversas,
que han causado y siguen causando efectos devastadores en la vida
de los individuos y de las naciones. Baste pensar en todo lo que
ha sucedido en el siglo pasado, cuando sistemas ideológicos y políticos
aberrantes han tergiversado de manera programada la verdad y han
llevado a la explotación y al exterminio de un número
impresionante de hombres y mujeres, e incluso de familias y
comunidades enteras. Después de tales experiencias, ¿cómo no
preocuparse seriamente ante las mentiras de nuestro tiempo, que
son como el telón de fondo de escenarios amenazadores de muerte
en diversas regiones del mundo? La auténtica búsqueda de la paz
requiere tomar conciencia de que el problema de la verdad y la
mentira concierne a cada hombre y a cada mujer, y que es decisivo
para un futuro pacífico de nuestro planeta.
6.
La paz es un anhelo imborrable en el corazón de cada persona, por
encima de las identidades culturales específicas. Precisamente
por esto, cada uno ha de sentirse comprometido en el servicio de
un bien tan precioso, procurando que ningún tipo de falsedad
contamine las relaciones. Todos los hombres pertenecen a una misma
y única familia. La exaltación exasperada de las propias
diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar
la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente
en última instancia, para poder valorar mejor las propias
diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación,
en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas.
Estas simples verdades son las que hacen posible la paz; y son fácilmente
comprensibles cuando se escucha al propio corazón con pureza de
intención. Entonces la paz se presenta de un modo nuevo: no como
simple ausencia de guerra, sino como convivencia de todos los
ciudadanos en una sociedad gobernada por la justicia, en la cual
se realiza en lo posible, además, el bien para cada uno de ellos.
La verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y
sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la
reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles
a la palabra dada. En concreto, el discípulo de Cristo, que se ve
acechado por el mal y por eso necesitado de la intervención
liberadora del divino Maestro, se dirige a Él con confianza,
consciente de que « Él no cometió pecado ni encontraron engaño
en su boca » (1 P 2,22; cf. Is 53,9). En efecto,
Jesús se presentó como la Verdad en persona y, hablando en una
visión al vidente del Apocalipsis, manifestó un rechazo total a
« todo el que ame y practique la mentira » (Ap 22,15). Él
es quien revela la plena verdad del hombre y de la historia. Con
la fuerza de su gracia es posible estar en la verdad y vivir de la
verdad, porque sólo Él es absolutamente sincero y fiel. Jesús
es la verdad que nos da la paz.
7.
La verdad de la paz ha de tener un valor en sí misma y hacer
valer su luz beneficiosa, incluso en las situaciones trágicas de
guerra. Los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la
Constitución pastoral Gaudium
et spes, subrayan que « una vez estallada
desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los
contendientes ». La Comunidad Internacional ha elaborado un
derecho internacional humanitario para limitar lo más posible las
consecuencias devastadoras de la guerra, sobre todo entre la
población civil. La Santa Sede ha expresado en numerosas
ocasiones y de diversas formas su apoyo a este derecho
humanitario, animando a respetarlo y aplicarlo con diligencia,
convencida de que, incluso en la guerra, existe la verdad de la
paz. El derecho internacional humanitario se ha de considerar una
de las manifestaciones más felices y eficaces de las exigencias
que se derivan de la verdad de la paz. Precisamente por eso, se
impone como un deber para todos los pueblos respetar este derecho.
Se ha de apreciar su valor y es preciso garantizar su correcta
aplicación, actualizándolo con normas concretas capaces de hacer
frente a los escenarios variables de los actuales conflictos
armados, así como al empleo de armamentos nuevos y cada vez más
sofisticados.
8.
Pienso con gratitud en las Organizaciones Internacionales y en
todos los que trabajan con esfuerzo constante para aplicar el
derecho internacional humanitario. ¿Cómo podría olvidar, a este
respecto, a tantos soldados empeñados en delicadas operaciones
para controlar los conflictos y restablecer las condiciones
necesarias para lograr la paz? A ellos deseo recordar también las
palabras del Concilio Vaticano II: « Los que, destinados al
servicio de la patria, se encuentran en el ejército, deben
considerarse a sí mismos como servidores de la seguridad y de la
libertad de los pueblos, y mientras desempeñan correctamente esta
función, contribuyen realmente al establecimiento de la paz ».
En esta apremiante perspectiva se sitúa la acción pastoral de
los Obispados castrenses de la Iglesia católica: dirijo mi
aliento tanto a los Ordinarios como a los capellanes castrenses
para que sigan siendo, en todo ámbito y situación, fieles
evangelizadores de la verdad de la paz.
9.
Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en peligro y negada
de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y
acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de
ansiedad e inseguridad. Mis Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II
intervinieron en muchas ocasiones para denunciar la terrible
responsabilidad de los terroristas y condenar la insensatez de sus
planes de muerte. En efecto, estos planes se inspiran con
frecuencia en un nihilismo trágico y sobrecogedor, que el Papa
Juan Pablo II describió con estas palabras: « Quien mata con
atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la
humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro;
desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo ». Pero no
sólo el nihilismo, sino también el fanatismo religioso, que hoy
se llama frecuentemente fundamentalismo, puede inspirar y
alimentar propósitos y actos terroristas. Intuyendo desde el
principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo
fanático, Juan Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la
atención sobre quienes pretenden imponer con la violencia la
propia convicción acerca de la verdad, en vez de proponerla a la
libre aceptación de los demás. Y añadía: « Pretender imponer
a otros con la violencia lo que se considera como la verdad,
significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva,
ultrajar a Dios, del cual es imagen ».
10.
Bien mirado, tanto el nihilismo como el fundamentalismo mantienen
una relación errónea con la verdad: los nihilistas niegan la
existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen la
pretensión de imponerla con la fuerza. Aun cuando tienen orígenes
diferentes y sus manifestaciones se producen en contextos
culturales distintos, el nihilismo y el fundamentalismo coinciden
en un peligroso desprecio del hombre y de su vida y, en última
instancia, de Dios mismo. En efecto, en la base de tan trágico
resultado común está, en último término, la tergiversación de
la plena verdad de Dios: el nihilismo niega su existencia y su
presencia providente en la historia; el fundamentalismo fanático
desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo
con ídolos hechos a su propia imagen. En el análisis de las
causas del fenómeno contemporáneo del terrorismo es deseable
que, además de las razones de carácter político y social, se
tengan en cuenta también las más hondas motivaciones culturales,
religiosas e ideológicas.
11.
Ante los riesgos que vive la humanidad en nuestra época, es tarea
de todos los católicos intensificar en todas las partes del mundo
el anuncio y el testimonio del « Evangelio de la paz »,
proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es
una condición previa e indispensable para la consolidación de la
verdad de la paz. Dios es Amor que salva, Padre amoroso que desea
ver cómo sus hijos se reconocen entre ellos como hermanos,
responsablemente dispuestos a poner los diversos talentos al
servicio del bien común de la familia humana. Dios es fuente
inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y
colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de
paz. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios
para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad,
temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Esto
ha de impulsar a los creyentes en Cristo a ser testigos
convincentes de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, poniéndose
al servicio de la paz, colaborando ampliamente en el ámbito ecuménico,
así como con las otras religiones y con todos los hombres de
buena voluntad.
12.
Al observar el actual contexto mundial, podemos constatar con
agrado algunas señales prometedoras en el camino de la construcción
de la paz. Pienso, por ejemplo, en la disminución numérica de
los conflictos armados. Ciertamente, se trata todavía de pasos
muy tímidos en el camino de la paz, pero que permiten vislumbrar
ya un futuro de mayor serenidad, en particular para las
poblaciones tan castigadas de Palestina, la tierra de Jesús, y
para los habitantes de algunas regiones de África y de Asia, que
esperan desde hace años una conclusión positiva de los procesos
de pacificación y reconciliación emprendidos. Son signos
consoladores, que necesitan ser confirmados y consolidados
mediante una acción concorde e infatigable, sobre todo por parte
de la Comunidad Internacional y de sus Organismos, encargados de
prevenir los conflictos y dar una solución pacífica a los
actuales.
13.
No obstante, todo esto no debe inducir a un optimismo ingenuo. En
efecto, no se puede olvidar que, por desgracia, existen todavía
sangrientas contiendas fratricidas y guerras desoladoras que
siembran lágrimas y muerte en vastas zonas de la tierra. Hay
situaciones en las que el conflicto, encubierto como el fuego bajo
la ceniza, puede estallar de nuevo causando una destrucción de
imprevisible magnitud. Las autoridades que, en lugar de hacer lo
que está en sus manos para promover eficazmente la paz, fomentan
en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones,
asumen una gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas
ya de riesgo, los delicados equilibrios alcanzados a costa de
laboriosas negociaciones, contribuyendo así a hacer más inseguro
y sombrío el futuro de la humanidad. ¿Qué decir, además, de
los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar
la seguridad de su país? Junto con innumerables personas de buena
voluntad, se puede afirmar que este planteamiento, además de
funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra nuclear no
habría vencedores, sino sólo víctimas. La verdad de la paz
exige que todos —tanto los gobiernos que de manera declarada u
oculta poseen armas nucleares, como los que quieren procurárselas—
inviertan conjuntamente su orientación con opciones claras y
firmes, encaminándose hacia un desarme nuclear progresivo y
concordado. Los recursos ahorrados de este modo podrían emplearse
en proyectos de desarrollo en favor de todos los habitantes y, en
primer lugar, de los más pobres.
14.
A este propósito, se han de mencionar con amargura los datos
sobre un aumento preocupante de los gastos militares y del
comercio siempre próspero de las armas, mientras se quedan como
estancadas en el pantano de una indiferencia casi general el
proceso político y jurídico emprendido por la Comunidad
Internacional para consolidar el camino del desarme. ¿Qué futuro
de paz será posible si se continúa invirtiendo en la producción
de armas y en la investigación dedicada a desarrollar otras
nuevas? El anhelo que brota desde lo más profundo del corazón es
que la Comunidad Internacional sepa encontrar la valentía y la
cordura de impulsar nuevamente, de manera decidida y conjunta, el
desarme, aplicando concretamente el derecho a la paz, que es
propio de cada hombre y de cada pueblo. Los diversos Organismos de
la Comunidad Internacional, comprometiéndose a salvaguardar el
bien de la paz, obtendrían la autoridad moral que es
indispensable para hacer creíbles e incisivas sus iniciativas.
15.
Los primeros beneficiarios de una valiente opción por el desarme
serán los países pobres que, después de tantas promesas,
reclaman justamente la realización concreta del derecho al
desarrollo. Este derecho también ha sido reafirmado solemnemente
en la reciente Asamblea General de la Organización de las
Naciones Unidas, que ha celebrado este año el 60 aniversario de
su fundación.
La
Iglesia católica, a la vez que confirma su confianza en esta
Organización internacional, desea su renovación institucional y
operativa que la haga capaz de responder a las nuevas exigencias
de la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de la
globalización. La Organización de las Naciones Unidas ha de
llegar a ser un instrumento cada vez más eficiente para promover
en el mundo los valores de la justicia, de la solidaridad y de la
paz. La Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido
de su Fundador, no deja de proclamar por doquier el «Evangelio de
la paz». Animada por su firme convicción de prestar un servicio
indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda a
todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar
construida sobre la roca de la verdad de Dios y de la verdad del
hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la
justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a
trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria.
Ciertamente, sólo sobre la verdad de Dios y del hombre se
construyen los fundamentos de una auténtica paz.
16.
Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de modo particular a
los creyentes en Cristo, para renovarles la invitación a ser discípulos
atentos y disponibles del Señor. Escuchando el Evangelio,
queridos hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en
la verdad de una existencia cotidiana inspirada en el mandamiento
del amor. Es necesario que cada comunidad se entregue a una labor
intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada
uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo
la verdad de la paz. Al mismo tiempo, pido que se intensifique la
oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de
suplicar continuamente. Gracias a la ayuda divina, resultará
ciertamente más convincente e iluminador el anuncio y el
testimonio de la verdad de la paz. Dirijamos con confianza y
filial abandono la mirada hacia María, la Madre del Príncipe de
la Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos que ayude a
todo el Pueblo de Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose
iluminar por la Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32).
Que por su intercesión la humanidad incremente su aprecio por
este bien fundamental y se comprometa a consolidar su presencia en
el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las
generaciones venideras.
Vaticano,
8 de diciembre de 2005.
BENEDICTO PP.
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