DISCURSO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Cripta de la catedral de Santa María de Sydney
Viernes 18 de julio de 2008
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo:
Doy gracias a Dios fervientemente por la oportunidad de encontraros y de
orar junto con vosotros, que habéis llegado aquí en representación de
varias comunidades cristianas en Australia. Agradecido por las cordiales
palabras de bienvenida del Obispo Forsyth y del Cardenal Pell, con
sentimientos de alegría os saludo en el nombre del Señor Jesús «la
piedra angular» de la «casa de Dios» (cf. Ef 2,19-20). Deseo enviar un
saludo particular al Cardenal Edward Cassidy, Presidente emérito del
Consejo Pontificio para la Promoción de la unidad de los Cristianos, que
no ha podido estar hoy con nosotros a causa de su delicada salud. Recuerdo
con gratitud su decidido compromiso de promover la comprensión recíproca
entre todos los cristianos y quisiera invitaros a todos a uniros conmigo
en la oración por su pronto restablecimiento.
Australia es un País marcado por gran diversidad étnica y religiosa. Los
inmigrantes llegan a las costas de esta majestuosa tierra con la esperanza
de encontrar en ella felicidad y buenas oportunidades de trabajo. La
vuestra es también una Nación que reconoce la importancia de la libertad
religiosa. Éste es un derecho fundamental que, si se respeta, permite a
los ciudadanos de actuar en base a valores arraigados en sus convicciones
más profundas, contribuyendo así al bienestar de toda la sociedad. De
este modo, los cristianos contribuyen, junto con los miembros de las otras
religiones, a la promoción de la dignidad humana y la amistad entre las
naciones.
A los australianos les gusta la discusión franca y cordial. Eso ha
proporcionado un buen servicio al movimiento ecuménico. Un ejemplo puede
ser el Acuerdo firmado en 2004 por los miembros del Consejo Nacional de
las Iglesias en Australia. Este documento reconoce un compromiso común,
indica objetivos, declara puntos de convergencia, sin pasar
apresuradamente por encima de las diferencias. Un planteamiento como éste
no sólo demuestra que es posible encontrar resoluciones concretas para
una colaboración fructuosa en el presente, sino también que necesitamos
proseguir pacientes discusiones sobre los puntos teológicos de
divergencia. Es de desear que las deliberaciones, que haréis en el
Consejo de las Iglesias y en otros foros locales, se vean alentadas por
los resultados que ya habéis alcanzado.
Este año celebramos el segundo milenario del nacimiento de San Pablo,
trabajador incansable en favor de la unidad en la Iglesia primitiva. En el
pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, Pablo nos recuerda la
inmensa gracia que hemos recibido al convertirnos en miembros del cuerpo
de Cristo mediante el Bautismo. Este Sacramento, que es la puerta de
entrada en la Iglesia y el «vínculo de unidad» para cuantos han
renacido gracias a él (cf. Unitatis redintegratio, 22), es
consiguientemente el punto de partida de todo el movimiento ecuménico.
Pero no es el destino final. El camino del ecumenismo tiende, en
definitiva, a una celebración común de la Eucaristía (cf. Ut unum sint,
23-24;45), que Cristo ha confiado a sus Apóstoles como el Sacramento por
excelencia de la unidad de la Iglesia. Aunque hay todavía obstáculos que
superar, podemos estar seguros de que un día una Eucaristía común
subrayará nuestra decisión de amarnos y servirnos unos a otros a imitación
de nuestro Señor. En efecto, el mandamiento de Jesús de «hacer esto en
conmemoración mía» (Lc 22,19), está intrínsecamente ordenado a su
indicación de «lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). Por esta razón
un sincero diálogo sobre el lugar que tiene la Eucaristía –estimulado
por un renovado y atento estudio de la Escritura, de los escritos patrísticos
y de los documentos de los dos milenios de la historia cristiana (cf. Ut
unum sint, 69-70)– favorecerá indudablemente llevar adelante el
movimiento ecuménico y unificar nuestro testimonio ante del mundo.
Queridos amigos en Cristo, creo que estaréis de acuerdo en considerar que
el movimiento ecuménico ha llegado a un punto crítico. Para avanzar
hemos de pedir continuamente a Dios que renueve nuestras mentes con la
gracia del Espíritu Santo (cf. Rm 12,2), que nos habla por medio de las
Escrituras y nos conduce a la verdad completa (cf. 2 P 1,20-21; Jn 16,13).
Hemos de estar en guardia contra toda tentación de considerar la doctrina
como fuente de división y, por tanto, como impedimento de lo que parece
ser la tarea más urgente e inmediata para mejorar el mundo en el que
vivimos. En realidad, la historia de la Iglesia demuestra que la praxis no
sólo es inseparable de la didaché, de la enseñanza, sino que deriva de
ella. Cuanto más asiduamente nos dedicamos a lograr una comprensión común
de los misterios divinos, tanto más elocuentemente nuestras obras de
caridad hablarán de la inmensa bondad de Dios y de su amor por todos. San
Agustín expresó la interconexión entre el don del conocimiento y la
virtud de la caridad cuando escribió que la mente retorna a Dios a través
del amor (cf. De moribus Ecclesiae catholicae, XII,21), y que dondequiera
que se ve la caridad, se ve la Trinidad (cf. De Trinitate, 8,8,12).
Por esta razón, el diálogo ecuménico no solamente avanza mediante un
cambio de ideas, sino compartiendo dones que nos enriquecen mutuamente (cf.
Ut unum sint, 28;57). Una «idea» está orientada al logro de la verdad;
un «don» expresa el amor. Ambos son esenciales para el diálogo.
Abrirnos nosotros mismos a aceptar dones espirituales de otros cristianos
estimula nuestra capacidad de percibir la luz de la verdad que viene del
Espíritu Santo. San Pablo enseña que en la koinonia de la Iglesia es
donde nosotros tenemos acceso a la verdad del Evangelio y los medios para
defenderla, porque la Iglesia está edificada «sobre el fundamento de los
Apóstoles y los Profetas», teniendo a Jesús mismo como piedra angular (Ef
2,20).
En esta perspectiva podemos tomar en consideración quizás las imágenes
bíblicas complementarias de «cuerpo» y de «templo», usadas para
describir la Iglesia. Al emplear la imagen del cuerpo (cf. 1 Co 12,12-31),
Pablo llama la atención sobre la unidad orgánica y sobre la diversidad
que permite a la Iglesia respirar y crecer. Pero igualmente significativa
es la imagen de un templo sólido y bien estructurado, compuesto de
piedras vivas, que se apoyan sobre un fundamento seguro. Jesús mismo
aplica a sí, en perfecta unidad, estas imágenes de «cuerpo» y de «templo»
(cf. Jn 2,21-22; Lc 23,45; Ap 21,22).
Cada elemento de la estructura de la Iglesia es importante; pero todos
vacilarían y se derrumbarían sin la piedra angular que es Cristo. Como
«conciudadanos» de esta «casa de Dios», los cristianos tienen que
actuar juntos a fin de que el edificio permanezca firme, de modo que otras
personas se sientan atraídas a entrar y a descubrir los abundantes
tesoros de gracia que hay en su interior. Al promover los valores
cristianos, no debemos olvidar de proclamar su fuente, dando testimonio
común de Jesucristo, el Señor. Él es quien ha confiado la misión a los
«apóstoles», es Él del que han hablado los «profetas», y es Él al
que nosotros ofrecemos al mundo.
Queridos amigos, vuestra presencia hoy aquí me llena de la ardiente
esperanza de que, continuando juntos en el arduo camino hacia la plena
unidad, tendremos la fuerza de ofrecer un testimonio común de Cristo.
Pablo habla de la importancia de los profetas en la Iglesia de los
inicios; también nosotros hemos recibido una llamada profética mediante
el Bautismo. Confío que el Espíritu abra nuestros ojos para ver los
dones espirituales de los otros, abra nuestros corazones para recibir su
fuerza y abra de par en par nuestras mentes para acoger la luz de la
verdad de Cristo. Expreso mi viva gratitud a cada uno de vosotros por el
compromiso de tiempo, enseñanza y talento que habéis prodigado al
servicio de «un sólo cuerpo y un sólo espíritu» (Ef 4,4; cf. 1 Co
12,13) que el Señor ha querido para su pueblo y por el que ha dado su
propia vida. Gloria y poder para Él por los siglos de los siglos. Amén.
http://es.catholic.net/jovenes/441/1941/articulo.php?id=37888