"AHORA
VIVO"
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el pan y beber de la misma copa eran gestos muy
elocuentes en tiempos de Jesús. A través de ellos se
establecía una profunda comunión con los demás y con
la naturaleza. El pan y el vino, frutos de la tierra y
del trabajo de los hombres, se convierten en alimento
después de un proceso de transformación. Tienen que
morir los granos de trigo y las uvas del racimo para que
nazca el pan blanco y el vino rojo. Cuando Jesús
entrega a sus discípulos estos dones, les está
anticipando su final y, al mismo tiempo, les está
ofreciendo un programa de vida: “Vosotros podéis ser
alimento para los demás si aceptáis ser molidos (como
los granos) o triturados (como las espigas)”. En esto
consiste la eucaristía. Por eso, como nos recuerda la
carta a los Corintios, cada vez que comemos de este pan
y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor
hasta que él vuelva, reproducimos el sentido de su vida
entregada.
¿Entendemos
esto cuando celebramos la eucaristía? Si lo entendiéramos,
¿cómo podemos preguntar, una y otra vez, “para qué
sirve la eucaristía”? ¡Sirve para vivir! Es el símbolo
y la fuente de la vida. Sin entrar en comunión con el
Cristo que se da somos incapaces de dejarnos triturar en
el lagar de la vida, nos resistimos a todas las muertes
y no encontramos sentido a nada de lo que hacemos. Sin
eucaristía, nuestra existencia se reduce a una exhibición
estéril.
Como
hoy no estamos muy adiestrados en descifrar símbolos,
el evangelio de Juan nos ofrece una traducción eucarística
apta para todos los públicos. Vive la eucaristía quien
reproduce la vida de Jesús, que no ha venido a ser
servido sino a servir. Por eso, en el Jueves Santo, se
coloca ante nuestros ojos el icono del Jesús que lava
los pies a sus discípulos. El Señor se convierte en
siervo y los siervos en señores. La conclusión es
clara: También vosotros debéis lavaros los pies unos a
otros.
Os
propongo una parábola compuesta por un hermano mío:
En un encuentro comunitario, el Abad confesó con
sencillez a los monjes:
Cuando
yo era adolescente, tenía la ambición de ser el
primero en todo: quería ser el más guapo, el más
listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más
bueno, el más sabio.
Pronto
descubrí que esta ambición me quitaba la vida, pero no
sabía qué hacer, porque veía que no es posible
renunciar al ideal sin traicionarse y me parecía que
ser el primero era, sin duda, el ideal.
Tardé
mucho en comprender que el ideal está en ocupar el último
puesto, que es el puesto del servicio y, por lo mismo,
del amor. Esto dio un sentido nuevo a mi vida.
Ahora caigo en la cuenta de que pretender el último
puesto es demasiado para mí, porque ese sitio se lo ha
reservado el Señor, y él no lo cede, aunque sí lo
comparte con quien se lo pide. Yo se lo pido, muy
consciente de que no lo merezco, y me siento feliz. ¡Ahora,
vivo!
Gonzalo (Claretianos)
(mercabá)
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