CATEQUESIS DEL PAPA BENEDICTO XVI |
LA TRADICIÓN, COMUNIÓN EN EL TIEMPO
Queridos hermanos y
hermanas:
¡Gracias por vuestro afecto!
En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de
entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para
comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la
gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión
eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida
por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo
se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que
abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.
Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica
—estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también
una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen;
también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros
una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia
activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de
los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la
comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas
podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el
culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.
Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el
Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la
fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la
Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace
de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu,
de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del
testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo
de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los
escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a
ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús—
la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a
través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.
Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio
a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también
a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente
a los Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las
naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf.
Mt 28, 19 s).
Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la
Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta
gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11, 26). ¿Quién actualizará la presencia
salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes
del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la
vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu
Santo.
Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san
Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los
enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del
Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión
recibida del Resucitado: "Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy
a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 48 s).
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los
confines de la tierra" (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble,
se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: "Nosotros somos testigos
de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le
obedecen" (Hch 5, 32).
Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición
de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos
misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4,
14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san
Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en
otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los
pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).
Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la
hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está
presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de
modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas
destaca la afirmación: "Hemos decidido el Espíritu Santo y
nosotros..." (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina "en el
temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo" (Hch
9, 31).
Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor
Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia
a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en
sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple
transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la
presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía
mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.
La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a
lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta
asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la
comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su
Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la
Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles
y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción
vivificante del Espíritu Santo: "Así pues, ya no sois extranjeros
ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados
sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo
mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo
santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente
edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef 2, 19-22).
Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de
sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre
saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la
Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para
encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu
mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.
Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es
transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición
es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes
están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad.
Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor
que hemos escuchado al inicio de labios del lector: "He aquí que yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,
20).