CATEQUESIS DEL PAPA BENEDICTO XVI |
LA
SUCESIÓN APOSTÓLICA
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que significa la Tradición
en la Iglesia y hemos visto que es la presencia permanente de la palabra y de la
vida de Jesús en su pueblo. Pero la palabra, para estar presente, necesita una
persona, un testigo. Así nace esta reciprocidad: por una parte, la palabra
necesita la persona; pero, por otra, la persona, el testigo, está vinculado a
la palabra que le ha sido confiada y que no ha inventado él. Esta reciprocidad
entre contenido —palabra de Dios, vida del Señor— y persona que la
transmite es característica de la estructura de la Iglesia. Y hoy queremos
meditar en este aspecto personal de la Iglesia.
El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en los
que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato
recibido del Señor, los Doce, después de su Ascensión, primero completan su número
con la elección de Matías en lugar de Judas (cf. Hch 1, 15-26); luego
asocian progresivamente a otros en las funciones que les habían sido
encomendadas, para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a
Pablo (cf. Ga 1, 1), pero Pablo, a pesar de haber sido llamado por el Señor
como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los Doce (cf. Ga
1, 18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. 1 Co 11, 23;
15, 3-4), y en la distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles,
junto con otros, por ejemplo con Bernabé (cf. Ga 2, 9).
Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un
envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se
realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido
constituidos en el ministerio apostólico. Este es el camino por el que
continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará
ministerio episcopal, "episcopé".
Tal vez sea útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la palabra
que usamos para traducir la palabra griega "epíscopos". Esta
palabra indica a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón.
Así, san Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús "pastor
y obispo —guardián— de vuestras almas" (1 P 2, 25). Y según
este modelo del Señor, que es el primer obispo, guardián y pastor de las
almas, los sucesores de los Apóstoles se llamaron luego obispos, “epíscopoi”.
Se les encomendó la función del “episcopé”.
Esta precisa función del obispo se desarrollará progresivamente, con respecto
a los inicios, hasta asumir la forma —ya claramente atestiguada en san Ignacio
de Antioquía al comienzo del siglo II (cf. Ad Magnesios, 6, 1: PG 5,
668)— del triple oficio de obispo, presbítero y diácono. Es un desarrollo
guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de
las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más definidas
entre múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes
en la comunidad de los orígenes.
Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del
ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica,
palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. El vínculo entre el Colegio
de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles se entiende, ante
todo, en la línea de la continuidad histórica.
Como hemos visto, a los Doce son asociados primero Matías, luego Pablo, Bernabé
y otros, hasta la formación del ministerio del obispo, en la segunda y tercera
generación. Así pues, la continuidad se realiza en esta cadena histórica. Y
en la continuidad de la sucesión está la garantía de perseverar, en la
comunidad eclesial, del Colegio apostólico que Cristo reunió en torno a sí.
Pero esta continuidad, que vemos primero en la continuidad histórica de los
ministros, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión
apostólica en el ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción
y de la transmisión del Espíritu Santo.
Un eco claro de estas convicciones se percibe, por ejemplo, en el siguiente
texto de san Ireneo de Lyon (segunda mitad del siglo II): "La Tradición de
los Apóstoles, que ha sido manifestada en el mundo entero, puede ser percibida
en toda la Iglesia por todos aquellos que quieren ver la verdad. Y nosotros
podemos enumerar los obispos que fueron establecidos por los Apóstoles en las
Iglesias y sus sucesores hasta nosotros (...). En efecto, (los Apóstoles) querían
que fuesen totalmente perfectos e irreprensibles aquellos a quienes dejaban como
sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si obraban
correctamente, se seguiría gran utilidad; pero, si hubiesen caído, la mayor
calamidad" (Adversus haereses, III, 3, 1: PG 7, 848).
San Ireneo, refiriéndose aquí a esta red de la sucesión apostólica como
garantía de perseverar en la palabra del Señor, se concentra en la Iglesia
"más grande, más antigua y más conocida de todos", "fundada y
establecida en Roma por los más gloriosos apóstoles, Pedro y Pablo",
dando relieve a la Tradición de la fe, que en ella llega hasta nosotros desde
los Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos.
De este modo, para san Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión
episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la
garantía de la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica: "Con esta
Iglesia, a causa de su origen más excelente (propter potiorem
principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es
decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la
tradición que viene de los Apóstoles" (ib., III, 3, 2: PG 7,
848). La sucesión apostólica —comprobada sobre la base de la comunión con
la de la Iglesia de Roma— es, por tanto, el criterio de la permanencia de las
diversas Iglesias en la Tradición de la fe apostólica común, que ha podido
llegar hasta nosotros desde los orígenes a través de este canal: "Por
este orden y sucesión, han llegado hasta nosotros aquella tradición que,
procedente de los Apóstoles, existe en la Iglesia y el anuncio de la verdad. Y
esta es la prueba más palpable de que es una sola y la misma fe vivificante,
que en la Iglesia, desde los Apóstoles hasta ahora, se ha conservado y
transmitido en la verdad" (ib., III, 3, 3: PG 7, 851).
De acuerdo con estos testimonios de la Iglesia antigua, la apostolicidad de la
comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de
los Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y
espiritual de la Iglesia con Cristo. La sucesión apostólica del ministerio
episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico.
Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la
Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial
en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. No es una
simple concatenación material; es, más bien, el instrumento histórico del que
se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su
pueblo, a través de los que son ordenados para el ministerio mediante la
imposición de las manos y la oración de los obispos.
Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros:
en la palabra de los Apóstoles y de sus sucesores es él quien nos habla;
mediante sus manos es él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos
es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón
de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y
guardián de nuestras almas, al que seguimos con gran confianza, gratitud y
alegría.