SANTIAGO EL MAYOR
Las listas bíblicas de los Doce mencionan dos personas con este nombre:
Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3,
17-18; Mt 10, 2-3), que por lo general se distinguen con los
apelativos de Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Ciertamente, estas
designaciones no pretenden medir su santidad, sino sólo constatar la diversa
importancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular,
en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al
primero de estos dos personajes homónimos.
El nombre Santiago es la traducción de Iákobos, trasliteración griega
del nombre del célebre patriarca Jacob. El apóstol así llamado es hermano de
Juan, y en las listas a las que nos hemos referido ocupa el segundo lugar
inmediatamente después de Pedro, como en el evangelio según san Marcos (cf. Mc
3, 17), o el tercer lugar después de Pedro y Andrés en los evangelios según
san Mateo (cf. Mt 10, 2) y san Lucas (cf. Lc 6, 14), mientras que
en los Hechos de los Apóstoles es mencionado después de Pedro y Juan (cf.
Hch 1, 13). Este Santiago, juntamente con Pedro y Juan, pertenece al
grupo de los tres discípulos privilegiados que fueron admitidos por Jesús a
los momentos importantes de su vida.
Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de
estas ocasiones. Santiago pudo participar, juntamente con Pedro y Juan, en el
momento de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní y en el
acontecimiento de la Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto, de
situaciones muy diversas entre sí: en un caso, Santiago, con los otros
dos Apóstoles, experimenta la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés
y Elías, y ve cómo se trasluce el esplendor divino en Jesús; en el otro, se
encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo
el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente hasta la muerte.
Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de
maduración en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista,
de la primera: tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo
judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de
gloria, sino también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se
realiza precisamente en la cruz, participando en nuestros sufrimientos.
Esta maduración de la fe fue llevada a cabo en plenitud por el Espíritu Santo
en Pentecostés, de forma que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio
supremo, no se echó atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey
Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa san Lucas,
"por aquel tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e
hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan" (Hch 12,
1-2). La concisión de la noticia, que no da ningún detalle narrativo, pone de
manifiesto, por una parte, que para los cristianos era normal dar testimonio del
Señor con la propia vida; y, por otra, que Santiago ocupaba una posición
destacada en la Iglesia de Jerusalén, entre otras causas por el papel que había
desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.
Una tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla
de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del
imperio romano. En cambio, según otra tradición, su cuerpo habría sido
trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela.
Por consiguiente, de Santiago podemos aprender muchas cosas: la prontitud
para acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la
"barca" de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo al seguirlo por
los caminos que él nos señala más allá de nuestra presunción ilusoria, la
disponibilidad para dar testimonio de él con valentía, si fuera necesario
hasta el sacrificio supremo de la vida. Así, Santiago el Mayor se nos presenta
como ejemplo elocuente de adhesión generosa a Cristo. Él, que al inicio había
pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su
reino, fue precisamente el primero en beber el cáliz de la pasión, en
compartir con los Apóstoles el martirio. Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II. Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos, incluso en medio de las dificultades, que vamos por el buen camino.
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