Las declaraciones de Santiago
Abascal. criticando que la Conferencia Episcopal
Española (CEE) defendiera la libertad de culto a
raíz de la decisión del ayuntamiento murciano de
Jumilla de proscribir festividades de corte
religioso en sus instalaciones, han causado una
profunda sorpresa.
Al líder de Vox, partido que
patrocinó la enmienda y muchos de cuyos votantes
se identifican con la tradición cristiana, esta
crítica le ha sentado como una especie de
traición y ha decidido arremeter contra la
Iglesia de una manera a la que sólo nos tenía
acostumbrada la izquierda más radical en este
país o los políticos anticlericales del siglo
XIX.
Frente a la clara defensa de
derechos constitucionales por parte de los
obispos, Abascal se declaró «entristecido» y
«perplejo» por el apoyo a la comunidad musulmana
de Jumilla, sugiriendo que su postura podría
estar influida «por los ingresos públicos que
recibe» la Iglesia o incluso por la pederastía,
que la habría tenido «amordazada» ante políticas
gubernamentales. Además, reprochó un supuesto
«silencio» de la CEE ante cuestiones como el
«derecho a la vida» o la ideología de género.
Es cierto que la inserción de
la inmigración musulmana en las sociedades
europeas no ha sido un proceso pacífico. Vemos
grandes contradicciones en torno al papel de la
mujer, la educación de las niñas, los
matrimonios forzosos o la hostilidad hacia
ciertas libertades a las que estamos
acostumbrados. Pero hablar con claridad sobre
estas realidades no es sinónimo de alentar el
odio social y el resentimiento como parece que
hace Vox.
Quienes se identifican con los
principios del humanismo cristiano, aquellos que
inspiran la defensa de la dignidad del serhumano,
la libertad de todos y la convivencia en la
pluralidad ven que la reacción de los obispos
los interpreta perfectamente. No solo han
asumido su responsabilidad moral, sino que han
elevado el debate al plano ético y
constitucional, en contraste con la deriva
populista que representa Vox.
No es política útil ni honesta
promover la intolerancia desde una posición de
liderazgo nacional, ya sea Sánchez o Abascal. No
es legítimo presentar la defensa de un derecho
fundamental como una rendición, lo cual
significa no haber entendido que los derechos
son para todos, no sólo para los de tu partido.
Lo mismo sucede con la insinuación de que la
Iglesia -como han hecho otras veces con los
medios- actúa movida por intereses espurios.
Este tipo de retórica no solo erosiona el
respeto institucional, sino que rompe los
vínculos de convivencia que sostienen a una
sociedad democrática. Debe desenmascararse
también la estrategia comunicativa que acompaña
estas palabras: Abascal escogió un entorno
seguro y controlado -un podcast creado por su
partido- para pronunciar acusaciones gravísimas
sin someterse a contrapreguntas incómodas.
Una posible explicación a esta
radicalización del mensaje de Vox se encuentra
en la claridad con que el PP les señaló en su
último congreso que no busca gobernar con ellos
ni con su apoyo. Ante eso, Abascal ha decidido
subrayar su vocación por situarse extramuros de
cualquier responsabilidad institucional y
prefiere hacer política con emociones en vez de
razones, convencido de que allí hay más votos
que en la gestión de la cuestión común.
Los obispos han ofrecido una
lección de responsabilidad.
Vox parece haber optado por la demagogia y el
enfrentamiento, a semejanza del discurso de Le
Pen o de Alternativa por Alemania (AfD).
La verdadera fortaleza de
España se mide en su capacidad para garantizar
la libertad y la convivencia, no en levantar
muros de desconfianza entre sus ciudadanos o en
situarse voluntariamente fuera de ellos.
(Editorial de ABC)