INTRODUCCIÓN

EL BANQUETE DEL
SEÑOR
Miguel Payá -
Página franciscanos
Capítulo II
LOS INVITADOS
¡Dichosos los invitados a la cena del
Señor!
Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, invitan a la Eucaristía. Pero,
¿a quiénes? ¿Acuden todos los convocados? ¿Con qué traje hay
que acudir?
«Envió a sus criados para llamar a los
invitados a la boda, pero no quisieron venir. De nuevo envió
otros criados..., pero ellos no hicieron caso, y se fueron
unos a su campo y otros a su negocio... Después dijo a sus
criados: --Id, pues, a los cruces de los caminos y convidad
a todos los que encontréis. Los criados salieron a los
caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y
malos; y la sala se llenó de invitados. Al entrar el rey
para ver a los comensales, observó que uno de ellos no
llevaba traje de fiesta... Entonces el rey dijo a los
servidores: --Atadlo de pies y manos y echadlo fuera a las
tinieblas; allí llorará y le rechinarán los dientes. Porque
muchos son los llamados, pero pocos los escogidos» (Mt
22,3-14).
Jesús habla aquí del banquete del Reino de
los cielos, es decir, del banquete final. Pero, como ese
banquete es anticipado y preparado por el banquete
eucarístico, la parábola nos puede servir para reflexionar
sobre los destinatarios de la Eucaristía y sobre sus
comportamientos.
1. ¿QUIÉNES ESTÁN
INVITADOS?
a) Todos los hombres
Todos los hombres están destinados a la
Eucaristía y todos son invitados a ella de distintas
maneras. La razón es clara: «Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1
Tm 2,4). Y esta salvación pasa por Jesús, único «Salvador
del mundo» (Jn 4,42). Por eso, cuando Jesús dice que «si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53), está ofreciendo su
carne y su sangre a todos los hombres, ya que dice que «no
he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad
del que me ha enviado. Y su voluntad es que no pierda a
ninguno de los que él me ha dado, sino que lo resucite en el
último día» (Jn 6,38-39).
Ciertamente, «los que sin culpa suya no
conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a
Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda
de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través
de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la
salvación eterna». Más aún, «Dios, en su Providencia,
tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa,
todavía no han llegado a conocer a Dios, pero se esfuerzan
con su gracia en vivir con honradez» (Vaticano II, Lumen
Gentium, 16). Pero esta salvación que Dios ofrece
misteriosamente a todos los hombres está pidiendo que todos
los hombres conozcan a su Autor, ya que, sin este
conocimiento, está siempre amenazada por grandes peligros.
Por eso Jesús pide al Padre: «Que te conozcan a ti el único
Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn 17,3), y
manda a sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el
Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15).
La Iglesia, sensible a su
deber de predicar la salvación a todos, sabiendo que el
mensaje evangélico no está reservado a un pequeño grupo de
iniciados, de privilegiados o elegidos, sino que está
destinado a todos, hace suya la angustia de Cristo ante las
multitudes errantes y abandonadas «como ovejas sin pastor» y
repite con frecuencia su palabra: «Tengo compasión de la
muchedumbre» (Mt 9,36; 15,32). «Pero ¿cómo invocarán a Aquel
en quien no han creído? ¿Y cómo creerán sin haber oído de
Él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?... Luego la fe viene
de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo» (Rm
10,14.17). La Iglesia es consciente de que su misión
continúa la misión de Cristo: «Como el Padre me ha enviado,
también yo os envío» (Jn 20,21). Y para cumplir esta misión
encuentra en la Eucaristía, primero, la fuente de donde
recibe la fuerza espiritual para llevarla a cabo; segundo,
la motivación, puesto que en ella recuerda y experimenta el
amor de Dios por todos los hombres que le lanza a la
evangelización; y tercero, la meta a la que se dirige todo
el esfuerzo evangelizador, la comunión con Dios: «Así, la
Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de
toda la evangelización, puesto que su objetivo es la
comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y
con el Espíritu Santo» (Juan Pablo II, Ecclesia de
Eucaristía, 22). No es extraño, pues, que los
cristianos celebremos siempre la Eucaristía sintiéndonos
hermanos de todos los hombres y pidiendo al Padre que «reúna
a sus hijos dispersos por todo el mundo» para que traiga al
redil a las ovejas de Cristo que aún están fuera, «para que
haya un solo rebaño, bajo la guía de un único pastor» (Jn
10,16).