INTRODUCCIÓN

EL BANQUETE DEL
SEÑOR
Miguel Payá -
Página franciscanos
Capítulo II
LOS INVITADOS
¡Dichosos los invitados a la cena del
Señor!
3. LOS QUE ACUDEN SIN TRAJE DE FIESTA
El empeño del anfitrión consigue que muchos
acudan, incluso que se llene la sala. Ciertamente, no es que
sean los mejores, los selectos: «malos y buenos» (Mt 22,10),
«pobres, lisiados, ciegos y cojos» (Lc 14,21). No han sido
invitados por sus méritos, sino por la voluntad gratuita del
anfitrión. Pero, claro, alguno ha creído que se podía venir
de cualquier manera y ha acabado siendo expulsado: ¡se
trataba de una boda real! ¿Todos los que participamos en la
Eucaristía recibimos sus frutos, logramos que crezca nuestra
comunión con Dios y con los hermanos? ¿Cuáles pueden ser las
actitudes insuficientes que nos priven de alcanzar esos
frutos?
La primera, asistir solamente para
cumplir el precepto, para tener los papeles en regla y
quedar con la conciencia tranquila. En este caso, se procura
buscar una Misa lo más corta posible y aguantar como sea la
celebración; eso sí, mirando de vez en cuando el reloj. Lo
trágico de esta postura es que ni siquiera consigue los
objetivos que persigue: ni se consigue tener los papeles en
regla ni que la celebración sea todo lo corta que se desea.
Otra actitud muy parecida a la anterior,
aunque con un poco más de aguante, es la de aquellos que sólo
acuden como espectadores. Los que se han de mover son
los otros: el cura, los cantores, los lectores..., es decir,
los que están en el escenario. Yo estoy en el patio de
butacas simplemente viendo y escuchando. ¡Que no se les
ocurra incordiarme con participaciones, exigencias,
compromisos! Ya he hecho bastante con buscar un buen
espectáculo, una Misa divertida, dirigida por un buen
«showman». Y, si no resulta, cambiaré de sala. Bien, es
posible que te hayas divertido, pero has salido igual que
has entrado; ¡no, peor!
No faltan los que hacen de la Eucaristía una
mera devoción privada. Suelen ser cristianos piadosos,
que acuden con buenas disposiciones interiores. Pero, como
fruto quizás de una formación cristiana de corte
individualista, sólo se interesan por lo que pasa entre Dios
y ellos. Parece que les molestan los demás: se colocan en un
banco separado, rezan sus devociones abstrayéndose del ritmo
de la celebración y hasta les molesta tener que dar la paz.
De alguna manera, estos caen en el reproche que hacía san
Pablo a los corintios: «Cuando os reunís en asamblea, ya no
es para comer la cena del Señor, pues cada cual come su
propia cena» (1 Cor 11,20-21).
Hay algunos que acuden para coleccionar
una nueva experiencia, mística o estética. La
celebración puede convertirse en el lugar privilegiado de
una religión-refugio, falsamente mística, en una especie de
remanso de paz: sentirse muy juntos para evitar el vértigo
del mundo moderno y, además, saboreando, desde el punto de
vista estético, hermosas ceremonias realzadas por cantos
bonitos. Con esta actitud se consigue estar a gusto, pero
todo queda en una especie de terapia de grupo; Dios se
convierte en una excusa para no salir de nosotros mismos.
Otros, los «militantes», pueden acudir a la
Eucaristía para celebrar solamente la propia vida,
el propio combate, las tareas y aspiraciones de un grupo
bien caracterizado por sus opciones, bien acoplado por la
amistad, los proyectos, realizaciones y utopías comunes. En
este caso, se hace referencia a Jesucristo, pero a un
Jesucristo asumido más como aval, como justificación de lo
ya decidido y realizado, que como provocador a una
conversión permanente, a la escucha y al don gratuito.
Jesucristo deja de ser el actor principal de la celebración.
Porque, cuando no se quiere celebrar más que lo que se vive,
se acaba por no celebrar más que a sí mismo.
Por fin, otros, obsesionados por un cierto
tipo de autenticidad, querrán celebrar la Eucaristía a
su manera, una celebración hasta tal punto libre e
indefinible, que ya no es posible descubrir en ella un
mínimo de concordancia con la Iglesia. Vivirán intensamente
la relación entre ellos, leerán textos impactantes de
algunos autores que les confirmen en las opciones ya
asumidas, tomarán juntos una comida alegre en memoria de
Jesús, animada con cantos espontáneos... ¿Qué queda aquí de
lo que Cristo ha instituido? ¿Y que queda de una celebración
verdaderamente eclesial?