INTRODUCCIÓN

EL BANQUETE DEL
SEÑOR
Miguel Payá -
Página franciscanos
Capítulo II
LOS INVITADOS
¡Dichosos los invitados a la cena del
Señor!
4. ENTONCES, ¿CÓMO HAY QUE ACUDIR?
6.ª Una
última actitud fundamental requiere la Eucaristía: abrirse a
la comunión con los hermanos. Recordemos, una vez más, que
san Pablo explica el verdadero significado de la Eucaristía
precisamente con el fin de hacer volver a los cristianos de
Corinto al espíritu de la comunión fraterna, rota por sus
divisiones (cf. 1 Cor 11,17-34). La Eucaristía, en cuanto
lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la
identificación con el Hijo, por obra del Espíritu Santo,
exige la comunión fraterna, la expresa, la educa, la
alimenta y la hace crecer (cf. Juan Pablo II, Ecclesia
de Eucaristía, 34-46).
Esta comunión tiene una dimensión invisible
que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une
al Padre y entre nosotros: «Vosotros sois el Cuerpo de
Cristo y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,27).
Esta comunión invisible supone la vida de gracia y la
práctica de las virtudes teologales, y por eso la
participación en la Eucaristía requiere estar en estado de
gracia. Pero la comunión invisible necesita manifestarse y
encarnarse en unos lazos bien visibles. Con razón afirma
Juan Pablo II que «la íntima relación entre los elementos
invisibles y visibles de la comunión eclesial es
constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación»
(Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 35). Y esos
lazos visibles nos unen a distintos niveles.
El primer nivel donde debemos vivir la
comunión fraterna es en la comunidad concreta que celebra la
Eucaristía. Al acudir a la celebración debemos sentir que
nos integramos en una comunidad y manifestarlo con nuestra
participación activa y con nuestros gestos (un pequeño
saludo al principio y al final, el gesto de la paz). Pero
también algo quizás más importante: conviene que
habitualmente celebremos la Eucaristía en la comunidad a la
que pertenecemos, en la parroquia, a la que nos deben unir
muchos lazos: la colaboración en sus tareas apostólicas, la
convivencia fraterna, la vida de oración, la formación
permanente... Entonces nos resultará más fácil vivir la
Eucaristía con sentido comunitario.
Pero «el Sacrificio eucarístico, aun
celebrándose siempre en una comunidad particular, no es
nunca celebración de esa sola comunidad..., una comunidad
realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como
si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en
sintonía con todas las comunidades católicas» (Juan Pablo II, Ecclesia
de Eucaristía, 39). Y la razón es que la presencia
eucarística del Señor convierte a esa comunidad concreta en
imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa,
católica y apostólica. «La comunión eclesial de la asamblea
eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano
Pontífice» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía,
39), que son principio y fundamento visible de la unidad de
la Iglesia, y, a través de ellos, con toda la Iglesia
universal, a la que nos unimos por la aceptación de la
doctrina de los Apóstoles, de los sacramentos y del orden
jerárquico. Por eso, la aceptación de los textos y de las
normas litúrgicas de la Iglesia universal, no es para
nosotros una esclavitud sino un orgullo, ya que nos permite
sentirnos miembros de la única Iglesia de Cristo que se hace
presente entre nosotros.
Y la comunión intraeclesial se abre
necesariamente en la Eucaristía a la solidaridad con toda la
familia humana. En ningún otro momento vivimos con tanta
intensidad que «el gozo y la esperanza, la tristeza y la
angustia de los hombres de nuestro tiempo, son también gozo
y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo
y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia
en su corazón» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 1).
Muestra privilegiada de esta actitud de
comunión es la impresionante oración de intercesión que
hacemos en la Eucaristía, una oración verdaderamente
«universal» en la que pedimos por la santidad y unidad de la
Iglesia, por sus pastores y ministros, por todo el pueblo
santo de Dios, por categorías particulares de personas, por
los vivos y los difuntos, para que en todos se realice la
promesa de la vida eterna.