Recuerdo
que en mi infancia, y en la de casi todos
vosotros, una de las faltas más graves en
la familia era la mala contestación y la
desobediencia.
Los
padres se merecían todo el respeto.
Desobedecer,
contestar :"no quiero", "no
me da la gana", acarreaba un buen
castigo.
En
la familia cada uno tiene su lugar y su
misión y debe ejercerlos para que todo
marche bien. Los padres no pueden dejar,
despreocupándose, la educación de sus
hijos, y menos en el terreno moral, al
Estado o a otras instituciones.
Quizás
por este abandono de funciones y por el
poco apoyo que se recibe de las
instituciones del Estado, se han perdido
en la familia valores como el respeto
mutuo, la obediencia, la unidad y el amor,
que lo traba todo.
En
el Evangelio se habla de familia, de padre
e hijos; de padre que manda a sus hijos y
de hijos que responden de manera diversa.
Del hijo que le dice al padre: "no
voy", pero que, después, va y del
hijo que dice "voy", pero que no
va.
Al
final lo que importa es la actitud del
corazón, no lo que se dice con la boca;
lo que importa es hacer lo que el padre
quiere.
Las
parábolas que escuchábamos las semanas
pasadas estaban dirigidas a la gente en
general; la parábola de hoy está
dirigida "a los sumos sacerdotes y
ancianos del pueblo".
La
idea de Jesús está clara: el padre es
Dios y tiene dos hijos: el
"bueno", los sumos sacerdotes,
los ancianos, las autoridades de pueblo
judío, y el "malo",
representado por los publicanos y las
prostitutas.
Los
primeros tienen la misión, encomendada
por el Padre, de guiar, cuidar, ayudar al
pueblo; han dicho "sí", de ahí
su autoridad, pero no están haciendo
nada; no están sirviendo al pueblo sino
sirviéndose de él.
Los
segundos están señalados, son los
"malos", los pecadores; nadie
puede acercarse a ellos sin quedar
contaminados; no están haciendo lo que el
Padre quiere, pero su corazón está
abierto al cambio.
Cuántas
veces actuamos para la galería, para que
la gente diga; cuántas veces nos importa
más la imagen que damos que lo que
realmente somos.
Pero
esto no nos vale con Dios, que conoce las
intenciones más profundas del corazón.
Lo importante es hacer la voluntad de Dios
y esto lleva consigo reconocer las propias
debilidades, los propios pecados, la
desobediencia, y cambiar. Entonces se
abren las puertas del Reino.
Lo
ha dicho el profeta Ezequiel en la primera
lectura: si el justo se aparta de su
justicia, muere por su maldad: si el
malvado se convierte, salva su vida.
Cada
uno dará cuenta de sus obras
Juzgamos
y tratamos a las personas según las
apariencias, y cuántas veces nos
engañamos; pero también intentamos dar
una imagen ante los demás de lo que
realmente no somos, engañándoles.
No
olvidemos que el que juzga es el Señor y
él conoce nuestros secretos más
recónditos.
A
los hombres les podemos engañar, pero no
a Dios, que penetra los corazones.
|