LAS
PUERTAS DEL BANQUETE ABIERTAS DE PAR EN PAR
Jesús
propone otra parábola sobre el Reino de los Cielos a
los sumos sacerdotes y a los notables del pueblo: a
aquellos que se consideraban a sí mismos como los
grandes destinatarios de la invitación de Dios, pero
que no aceptaban la predicación de Jesús y criticaban
su comportamiento.
Se
celebra una gran fiesta de bodas y hay unos invitados
pudientes. Pero, al llegar el momento, no quieren
asistir: "uno se marchó a sus tierras, otro a sus
negocios", sin hacer caso de la invitación. Sin
embargo, el banquete está preparado y no debe perderse
por ellos. Los criados reciben, pues, esta orden
desconcertante: "Id a los cruces de los caminos y a
todos los que encontréis, malos y buenos, convidadlos a
la boda". Ellos lo hacen así, y la sala se llena
de comensales.
Con
esta parábola Jesús justifica su propio comportamiento:
Como el rey de la parábola, ante el desinterés de los
primeros invitados, llena la sala del banquete con los
desconocidos y los perdularios que se encuentran en los
cruces de los caminos y que reciben la invitación como
pan bendito; también yo, ante vuestro desinterés, os
dejo de lado -sumos sacerdotes y senadores-, y me dirijo
a esos que no son nadie: publicanos, pecadores, pueblo
de la tierra, mujeres de todo tipo. ¿Por qué me criticáis?
Toda la culpa la tenéis vosotros, demasiado atados a
vuestros caminos y a vuestros negocios, encerrados en
vuestros intereses, vuestras conveniencias, vuestros
tinglados, vuestro juego de influencias.
Habéis
dejado de lado el gran banquete del Reino, al que yo os
llamo en nombre de Dios, mi Padre. ¿No os dais cuenta?
Y no es la primera vez. Vuestros padres hicieron lo
mismo con los profetas: en vez de escucharlos los
maltrataron e incluso los mataron.
Sí,
es un gran banquete al que el Padre nos invita. A
nosotros, gente sin ningún mérito, recogidos de los
cruces de los caminos. Al gran banquete que sólo él
puede celebrar: "Preparará el Señor de los ejércitos
para todos los pueblos un festín de manjares
suculentos, un festín de vinos de solera".
¡Cuán
pobres resultan nuestros banquetes y nuestras fiestas al
lado de ese gran banquete! El "arrancará el velo
que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todos
las naciones. "Aniquilará la muerte para
siempre".
Es
la gran fiesta a la que el Padre nos invita; el banquete
al que nos abre de par en par las puertas: "El Señor
Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros".
¿Es eso posible? Sí, es posible. Más aún: esa es la
gran esperanza, el gran regalo del Padre, que esperamos
y que celebramos, porque ya lo poseemos, como en la
oscuridad. Lo que hacemos aquí cada domingo es la
pregustación del gran banquete, su anuncio, su promesa,
la celebración de su certeza.
Y
esta fiesta es la Salvación, que todos anhelamos. Y que
sólo puede venir de Dios, Fuente de Vida: sólo él
puede enjugar verdaderamente las lágrimas de todos los
ojos, hacer desaparecer el velo de dolor que cubre todos
los pueblos -¡todos!-, aniquilar para siempre, para
siempre, la Muerte. Convertir nuestra vida -la tuya, la
mía, la de todos- en una gran fiesta. Por eso podemos
exclamar con las palabras del profeta Isaías: "Aquí
está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos
salvara: celebremos y gocemos con su salvación".
Ojo,
pues, que no hay que dormirse.
La
última parte de la parábola es como un añadido,
destinado a los cristianos: a los primeros lectores del
evangelio de Mateo, hace mil novecientos años, y a
nosotros, los cristianos de hoy.
Porque,
una vez llegó el gran rechazo y abiertas las puertas
del banquete del Reino a los publicanos y pecadores y a
todos nosotros, debemos asistir con el traje de fiesta,
un vestido que el propio Padre nos regala.
Los
primeros cristianos veían en ese traje el Bautismo.
Todavía hoy, cuando llevamos a un niño a bautizar, el
vestido blanco simboliza el don que el Padre nos hace de
su gracia, y que nos convierte en invitados de su Reino.
En
este vestido nosotros podemos ver, también, el
comportamiento cristiano. Por decirlo con palabras de
san Pablo, el esfuerzo por vivir de acuerdo con la
vocación a la que hemos sido llamados.
Por
eso cada domingo, al mismo tiempo que celebramos el gran
banquete del Reino y de la Vida en el que el Señor nos
acoge, se nos recuerdan las palabras y los
comportamientos de Jesús. El nos da siempre la pauta. Y
nosotros no debemos hacer como los sumos sacerdotes y
los notables judíos o como los primeros invitados de la
parábola que hoy hemos leído, que no consideran
importante el banquete de bodas. Abramos nuestro corazón,
muy de verdad, a la invitación del Padre. Esforcémonos
cada día por seguir a Jesucristo.
J.
TOTOSAUS
(mercaba)