REFLEXIONES  

 


 

REFLEXIÓN - 1

A TODOS LOS QUE ENCONTRÉIS, CONVIDADLOS A LA BODA

Una de las cosas que más está condicionando la fecha de las bodas es el lugar donde va a celebrarse el banquete.

Toda fiesta que se precie: familiar, popular, de empresas... tiene un momento de sentarse juntos a la mesa.

Y esto, no porque se tiene hambre, sino por las connotaciones que tiene el compartir una comida.

La comida festiva es un momento de encuentro, de celebrar, de compartir; la comida festiva es alegría, amistad y fraternidad.

En Israel y en los pueblos vecinos, el sentarse a comer juntos, el acoger al visitante y ofrecerle una comida, era algo casi sagrado.

Por lo tanto, no es de extrañar que el tiempo de la plenitud, de la victoria de Dios sobre la muerte, se presente como la celebración de un gran banquete donde no faltan "manjares suculentos y vinos de solera", donde correrá, más que el vino, la alegría, donde no tienen cabida lutos y lágrimas.

También Jesús nos habla del Reino de los Cielos como de una gran fiesta de bodas.

"Venid a la boda, todo está preparado", les dice, por medio de los criados, a los más cercanos

Rechazar la invitación es rechazar al Hijo, considerar los propios asuntos por encima de los del Señor. Y aquellos invitados más cercanos, Israel, rechazó la invitación.

Pero el banquete de bodas no es para unos pocos: "Convidad a la boda a todos los que encontréis por los caminos".

La fiesta y la mesa del Señor es para todos. Todos están llamados a compartir la presencia del Padre y del Hijo en el Espíritu del Amor. Todos están llamados a la alegría sin fin, a la fraternidad.

Pero hay que sentarse a la mesa con el traje de fiesta:

Sin acoger al Hijo y a los demás comensales, no tiene sentido ir al banquete. Aceptar la invitación es decir "sí" al seguimiento de Cristo.

Y mientras esperamos el Banquete del Reino de Dios, Jesús nos deja el banquete de la Eucaristía, donde él mismo se hace alimento para los suyos, para todos los que le quieren seguir.

Sólo hace falta aceptar la invitación, con todas las consecuencias.

 

 

 

REFLEXIÓN - 2

LAS PUERTAS DEL BANQUETE ABIERTAS DE PAR EN PAR

Jesús propone otra parábola sobre el Reino de los Cielos a los sumos sacerdotes y a los notables del pueblo: a aquellos que se consideraban a sí mismos como los grandes destinatarios de la invitación de Dios, pero que no aceptaban la predicación de Jesús y criticaban su comportamiento.

Se celebra una gran fiesta de bodas y hay unos invitados pudientes. Pero, al llegar el momento, no quieren asistir: "uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios", sin hacer caso de la invitación. Sin embargo, el banquete está preparado y no debe perderse por ellos. Los criados reciben, pues, esta orden desconcertante: "Id a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, malos y buenos, convidadlos a la boda". Ellos lo hacen así, y la sala se llena de comensales.

Con esta parábola Jesús justifica su propio comportamiento: Como el rey de la parábola, ante el desinterés de los primeros invitados, llena la sala del banquete con los desconocidos y los perdularios que se encuentran en los cruces de los caminos y que reciben la invitación como pan bendito; también yo, ante vuestro desinterés, os dejo de lado -sumos sacerdotes y senadores-, y me dirijo a esos que no son nadie: publicanos, pecadores, pueblo de la tierra, mujeres de todo tipo. ¿Por qué me criticáis? Toda la culpa la tenéis vosotros, demasiado atados a vuestros caminos y a vuestros negocios, encerrados en vuestros intereses, vuestras conveniencias, vuestros tinglados, vuestro juego de influencias.

Habéis dejado de lado el gran banquete del Reino, al que yo os llamo en nombre de Dios, mi Padre. ¿No os dais cuenta? Y no es la primera vez. Vuestros padres hicieron lo mismo con los profetas: en vez de escucharlos los maltrataron e incluso los mataron.

Sí, es un gran banquete al que el Padre nos invita. A nosotros, gente sin ningún mérito, recogidos de los cruces de los caminos. Al gran banquete que sólo él puede celebrar: "Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera".

¡Cuán pobres resultan nuestros banquetes y nuestras fiestas al lado de ese gran banquete! El "arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todos las naciones. "Aniquilará la muerte para siempre".

Es la gran fiesta a la que el Padre nos invita; el banquete al que nos abre de par en par las puertas: "El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros". ¿Es eso posible? Sí, es posible. Más aún: esa es la gran esperanza, el gran regalo del Padre, que esperamos y que celebramos, porque ya lo poseemos, como en la oscuridad. Lo que hacemos aquí cada domingo es la pregustación del gran banquete, su anuncio, su promesa, la celebración de su certeza.

Y esta fiesta es la Salvación, que todos anhelamos. Y que sólo puede venir de Dios, Fuente de Vida: sólo él puede enjugar verdaderamente las lágrimas de todos los ojos, hacer desaparecer el velo de dolor que cubre todos los pueblos -¡todos!-, aniquilar para siempre, para siempre, la Muerte. Convertir nuestra vida -la tuya, la mía, la de todos- en una gran fiesta. Por eso podemos exclamar con las palabras del profeta Isaías: "Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación".

Ojo, pues, que no hay que dormirse.

La última parte de la parábola es como un añadido, destinado a los cristianos: a los primeros lectores del evangelio de Mateo, hace mil novecientos años, y a nosotros, los cristianos de hoy.

Porque, una vez llegó el gran rechazo y abiertas las puertas del banquete del Reino a los publicanos y pecadores y a todos nosotros, debemos asistir con el traje de fiesta, un vestido que el propio Padre nos regala.

Los primeros cristianos veían en ese traje el Bautismo. Todavía hoy, cuando llevamos a un niño a bautizar, el vestido blanco simboliza el don que el Padre nos hace de su gracia, y que nos convierte en invitados de su Reino.

En este vestido nosotros podemos ver, también, el comportamiento cristiano. Por decirlo con palabras de san Pablo, el esfuerzo por vivir de acuerdo con la vocación a la que hemos sido llamados.

Por eso cada domingo, al mismo tiempo que celebramos el gran banquete del Reino y de la Vida en el que el Señor nos acoge, se nos recuerdan las palabras y los comportamientos de Jesús. El nos da siempre la pauta. Y nosotros no debemos hacer como los sumos sacerdotes y los notables judíos o como los primeros invitados de la parábola que hoy hemos leído, que no consideran importante el banquete de bodas. Abramos nuestro corazón, muy de verdad, a la invitación del Padre. Esforcémonos cada día por seguir a Jesucristo.

J. TOTOSAUS
(mercaba)

 

 

 

REFLEXIÓN - 3

BANQUETE DE BODAS O FUNERAL

La doble parábola del banquete constituye un aviso para que la comunidad cristiana no rechace la invitación de Dios como hizo el viejo Israel.

Los primeros invitados eran gentes elegidas. Pero no respondieron adecuadamente a la prueba de amistad que el rey les ofrecía. Más aún: manifestaron con violencia sus hostilidad hacia él.

Maltrataron e incluso mataron a quienes transmitían esta invitación en nombre del rey. Jerusalén es la que mata a los profetas. Cabía esperar otra cosa bien distinta, pero la viña sólo dio uvas amargas.

A los invitados en segundo lugar no se les exige ninguna condición previa: son todos los que van por los caminos de la vida, sean buenos o malos. Jesús, ante la extrañeza de los fariseos, come con publicanos y pecadores. Los últimos son los primeros. Los gentiles ocupan ahora lugares de la mesa que estaban reservados a los hijos de Abrahán.

Pero en este punto comienza la segunda parábola. No es suficiente con acudir al banquete: es preciso también llevar el TRAJE DE FIESTA que el mismo rey proporciona.

Hay que estar a la altura de las circunstancias. Los discípulos han de revestirse de una vida que esté en consonancia con el llamamiento recibido. Vestíos de justicia y santidad. Actuad como Dios actúa. El modo de obrar externo de los seguidores de Jesús (positivo y atrayente como un vestido de fiesta) será lo primero que descubran quienes les contemplen, al igual que el traje es lo que más inmediatamente percibimos en los demás. Pablo explica en diversos lugares de sus escritos la metáfora del vestido (entre otros: Ef 6. 14 y Col 3. 12).

La invitación es a un banquete de bodas. También en eso puede haber equivocación por nuestra parte. Es curioso que vayamos predispuestos a participar en un triste y soporífero funeral. A pesar de nuestra tendencia a lo cómodo, aceptamos con más facilidad a un asceta duro como Juan el Bautista que a un Jesús, a quien, al no distinguirse por sus penitencias, llamaban comilón y bebedor. Muchas veces, hasta las palabras "fiesta" o "alegría" parecen perder su capacidad explosiva cuando se pronuncian en nuestras misas. Sacrificio, resignación, mortificación, sufrimiento, cruz y muchos otros giros de similar significación luctuosa son desproporcionadamente frecuentes en la boca de los cristianos.

Ya va siendo hora de que le arranquemos a Satanás la usurpada prerrogativa de haber inventado y monopolizado el gozo y de habernos dejado a nosotros solamente los mendrugos de la renuncia, las cenizas de la cuaresma.

Parafraseando la célebre frase de Bernanos, podemos decir que lo contrario de un cristiano es un cristiano triste. Y, sin embargo, nuestro talante parece manifestar que nos sentimos más oprimidos que queridos por Dios. Vivimos una boda con espíritu de entierro. No llevamos nuestro cristianismo con traje de fiesta, sino con ropa de trabajo. Preferimos la medida exacta del rácano comerciante al derroche festivo sin medida. Pese a las reiteradas exhortaciones de Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres" (/Flp/04/04), nosotros preferimos decir: "alegría sí, pero hasta cierto punto", o montar una fundada exégesis que convierte el "alegres en el Señor" en aburrimiento puro y simple. Con esta funeraria vivencia interior no es extraño que nuestras eucaristías sean plomizas como un trabajo obligatorio y no deseado. Un ambiente así fomenta el alejamiento o el cristiano de cumplimiento mínimo.

La pérdida de la alegría en el cristiano puede tener el mismo sentido que la aparición del dolor respecto a la salud: es un aviso. Creemos que el signo más allá del cual no debe pasar la generosidad imprudente, es la alegría. Uno tiene que seguir dándose mientras el don no le entristezca, mientras su generosidad sea espontánea y dócil, mientras la paz siga siendo el tejido con que teje sus jornadas. La inquietud es la señal de la exageración. De la inquietud nace la desconfianza, el pecado, la muerte. NO IR NUNCA MAS ALLÁ DE LA PROPIA ALEGRÍA. La primera y la última palabra del cristianismo es, por consiguiente, la alegría.

Cantar o aplaudir no presuponen necesariamente que quien lo hace esté alegre. La alegría es algo que nace espontáneo al contacto sentido con otra realidad. Es como la voltereta que da Juan el Bautista en el vientre de su madre al escuchar la noticia de la encarnación de Jesús. Es algo que nace en lo profundo y da tono a lo exterior. Si nuestro talante externo se presenta como gris y plúmbeo, puede ser una señal de que es débil la raíz de nuestra fe.

¡Señor, ayúdanos a seguirte con traje de bodas! ¡Señor, aumenta nuestra fe!

EUCARISTÍA

(mercaba)