REFLEXIONES  

 


 

REFLEXIÓN - 1

¿CUÁL ES EL MANDAMIENTO PRINCIPAL DE LA LEY?

¿Hay una palabra más fuerte y, a su vez, más gastada que la palabra AMOR?

Le pasa lo que a los cantos rodados, esas piedras del río que de tanto rozarse han perdido la fuerza de las aristas.

Y es que la palabra "amor" está en boca de todos y con los contenidos más diversos.

La literatura, la poesía, el cine, las telenovelas, las canciones...están llenas de la palabra "amor".

Y de tanto hablar de amores, acabamos olvidando al único y verdadero Amor, que es Dios. Dios es amor.

Él es el único y verdadero amor y el nuestro, para que sea verdadero, debe ser reflejo, imagen, del suyo.

Porque si hemos sido creados a su imagen y semejanza, nuestra capacidad de amar es participación de la suya. El amor humano será más auténtico cuanto más se parezca al amor de Dios.

Y este amor comienza ya en la creación, cuando Él nos hace a su imagen y semejanza. Si la creación entera, especialmente el hombre y la mujer, han sido objeto primario del amor de Dios, también, para el hombre, el amor a Dios debe pasar por el amor a los demás.

Y Jesús nos dice en el Evangelio que al mismo nivel.

Y el haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, nos habla de la dignidad de la persona; por eso el amor pasa por la defensa de esa dignidad. No hay amor a Dios si no hay amor al prójimo, al hermano.

Un amor, como el de Dios, hecho entrega, donación generosa y gratuita, como en Jesucristo, el Hijo de Dios, hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso, amar es darse, poner lo que uno es y lo que uno tiene al servicio de los demás, especialmente los pobres, los débiles, los oprimidos, los que sufren, sea por la causa que sea, los que no son queridos por los demás.

Amar a Dios y al prójimo no es un puro sentimiento, son obras de misericordia, obras de un corazón que se compadece, que se hace solidario con el que lo pasa mal a causa del egoísmo de los demás.

No podemos acercarnos a la Eucaristía, pan de los hermanos, sin la firme decisión  de ir construyendo fraternidad universal, empezando por aquellos que están más a nuestro lado y conocemos mejor.

 

 

 

REFLEXIÓN - 2

MANDAMIENTOS UNIDOS

En las escuelas teológicas de la época se discutía cuál era el mandamiento que se debía poner a la cabeza de la lista. Un escriba hace a Jesús la pregunta para ponerlo a prueba; es decir, quiere probar la capacidad del nuevo Maestro y conocer su opinión sobre un debate de moda. Jesús cita en primer lugar dos textos del AT. Un pasaje del Deuteronomio (6. 4-8): "Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el único Dios. Ama a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Graba sobre tu corazón las palabras que yo te dicto hoy. Incúlcaselas a tus hijos y repíteselas cuando estés en casa, lo mismo que cuando estés de viaje, acostado o levantado. Átatelas a las manos para que te sirvan de señal, póntelas en la frente, entre los ojos. Escríbelas en los postes de tu casa y en tus puertas". Y un texto del Levítico (19. 18): "No odiarás en tu corazón a tu hermano, antes bien lo corregirás para no gravarte con un nuevo pecado. No tomarás venganza ni guardarás rencor hacia tus connacionales. Amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Los dos pasajes ocupaban el centro de la espiritualidad de Israel, sobre todo el primero, que se recitaba por la mañana y por la noche, se lo bordaba en las mangas de los vestidos y se lo escribía en los dinteles de las puertas. Pero, aunque en su respuesta cita textos conocidos y ya existentes, Jesús aparece nuevo y original frente a las opiniones corrientes. Para él el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no es simplemente el mandamiento que hay que colocar a la cabecera de la lista, y ni siquiera el mandamiento más importante; es el centro del cual deriva todo y que todo lo informa y lo impregna; cualquiera otra ley que quiera presentarse como voluntad divina debe ser expresión de este doble amor. Con ello Jesús se distancia del legalismo.

En segundo lugar, Jesús universaliza el concepto del prójimo. El judaísmo, especialmente en tiempo de Jesús, se debatía en el particularismo, si bien no faltaban intentos de universalismo; el prójimo era el correligionario o a lo más el simpatizante; pero de ningún modo el extranjero y el pagano. En cambio, para Jesús, prójimo es todo el mundo, incluido el extranjero y hasta el desconocido. Prójimo es cualquiera que es objeto del amor de Dios; es decir, todos. En cambio, es permanente la tentación de delimitar el concepto de prójimo o, en cualquier caso, de hacer una clasificación, como si algunos hombres contasen y otros no.

Mas la novedad de Jesús estriba ante todo en haber unido los dos mandamientos. En la capacidad de mantenerlos unidos es como se mide la verdadera fe. Hay como dos tendencias en el espíritu humano, y ellas se disputan también el alma cristiana: la tendencia que acentúa el primado de Dios (por tanto, la oración, la relación con él, la conversión interior y personal) y la tendencia que, en nombre de Dios, llama la atención hacia el hombre (por tanto, la justicia, la lucha por un mundo más justo, la toma de posición frente a las estructuras de nuestra sociedad). La primera se diría más religiosa; la segunda, más política. No obstante, semejante juicio es por lo menos superficial y expeditivo; lo religioso, como lo político, tienen significados más complejos. El evangelio quiere que se unan las dos tendencias. Jesús ha mandado amar al prójimo como a sí mismo; por lo tanto, hay que comprometerse en la liberación del hombre.

Pero en la lucha generosa por el hombre es preciso afirmar el primado de Dios, al que hay que amar con todas las fuerzas y que debe ocupar el primer puesto en nuestro corazón. Tan es así, que el amor de Dios se inculca sin medida ("con todo el corazón"), pero no el amor del prójimo ("como a sí mismo").

BRUNO MAGGIONI

(mercaba)

 

 

 

REFLEXIÓN - 3

EL MANDAMIENTO PRINCIPAL

No nos suele gustar que nos hablen de mandamientos y de obligaciones, menos aún que nos amenacen si no los cumplimos.

Vivimos una hora emancipada de normas y de valores objetivos. ¿Cómo presentar, entonces, la revelación y el mensaje de este domingo?

Si en vez de proponer el mandamiento como obligación, lo propusiéramos como respuesta agradecida, y como revelación de lo que agrada a quien amamos, quizá le daríamos distinta acogida. ¿Pero seríamos fieles a la verdad?

Lo cierto es que Dios no nos manda hacer más de lo que puede nuestra capacidad, que Él mismo nos ha dado, y si escuchamos como precepto: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser» y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», antes deberíamos recordar que hemos sido creados por amor y que existimos para amar.

La medida del amor es la que Dios ha empleado con nosotros. “Pues el amor consiste no en que nosotros amemos a Dios, sino en que Dios nos amó primero”.

El Dios revelado es compasivo, misericordioso, se apiada de los débiles y de los pobres, de los huérfanos y de las viudas, y nos indica que tengamos esta misma actitud, la que nos pertenece a quienes creemos en Él. Mas el argumento que nos da el mensaje es de agradecimiento: “No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto” (Ex 22, 21).

Antes, Dios ha sido compasivo con nuestros padres. Y por pura correspondencia, debiera salir de nosotros un comportamiento similar.

El salmista describe la experiencia del creyente: “Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Sal 17). Si se ha llegado a reconocer hasta qué extremo el Señor nos ha salvado, acoger el mandamiento no hace agravio.

La clave nos la ofrece san Pablo, cuando se dirige a los cristianos de Tesalónica y reconoce el camino que han recorrido: “Abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1Tes 1, 6).

Este es el secreto, abandonar toda idolatría, hasta la que podemos tener de nosotros mismos, y seguir los preceptos del Señor, que no esclavizan, sino que alegran el corazón.

Ahora se comprende hasta qué extremo el amor nos une con Dios y con nosotros mismos, porque es el rebosamiento del amor recibido, por lo que nos convertimos en verdaderos testigos de la fe cristiana