SEGUNDA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE
CELEBRAR
«Os
aseguro que no fue Moisés
quien os dio el pan del
cielo,
sino que es mi Padre el que
os da el verdadero pan del
cielo» (Jn 6,32)
Lex orandi y
lex credendi
34. El
Sínodo de los Obispos ha
reflexionado mucho sobre la
relación intrínseca entre fe
eucarística y celebración,
poniendo de relieve el nexo
entre lex orandi y
lex credendi, y
subrayando la primacía de la
acción litúrgica. Es
necesario vivir la
Eucaristía como misterio de
la fe celebrado
auténticamente, teniendo
conciencia clara de que « el
intellectus fidei
está originariamente siempre
en relación con la acción
litúrgica de la Iglesia ».[105]
En este ámbito, la reflexión
teológica nunca puede
prescindir del orden
sacramental instituido por
Cristo mismo. Por otra
parte, la acción litúrgica
nunca puede ser considerada
genéricamente, prescindiendo
del misterio de la fe. En
efecto, la fuente de nuestra
fe y de la liturgia
eucarística es el mismo
acontecimiento: el don que
Cristo ha hecho de sí mismo
en el Misterio pascual.
Belleza y liturgia
35. La
relación entre el misterio
creído y celebrado se
manifiesta de modo peculiar
en el valor teológico y
litúrgico de la belleza. En
efecto, la liturgia, como
también la Revelación
cristiana, está vinculada
intrínsecamente con la
belleza: es veritatis
splendor. En la liturgia
resplandece el Misterio
pascual mediante el cual
Cristo mismo nos atrae hacia
sí y nos llama a la
comunión. En Jesús, como
solía decir san
Buenaventura, contemplamos
la belleza y el fulgor de
los orígenes.[106]
Este atributo al que nos
referimos no es mero
esteticismo sino el modo en
que nos llega, nos fascina y
nos cautiva la verdad del
amor de Dios en Cristo,
haciéndonos salir de
nosotros mismos y
atrayéndonos así hacia
nuestra verdadera vocación:
el amor.[107]
Ya en la creación, Dios se
deja entrever en la belleza
y la armonía del cosmos (cf.
Sb 13,5; Rm
1,19-20). Encontramos
después en el Antiguo
Testamento grandes signos
del esplendor de la potencia
de Dios, que se manifiesta
con su gloria a través de
los prodigios obrados en el
pueblo elegido (cf. Ex
14; 16,10; 24,12-18;
Nm 14,20-23). En el
Nuevo Testamento se llega
definitivamente a esta
epifanía de belleza en la
revelación de Dios en
Jesucristo.[108]
Él es la plena manifestación
de la gloria divina. En la
glorificación del Hijo
resplandece y se comunica la
gloria del Padre (cf. Jn
1,14; 8,54; 12,28; 17,1).
Sin embargo, esta belleza no
es una simple armonía de
formas; « el más bello de
los hombres » (Sal
45[44],33) es también,
misteriosamente, quien no
tiene « aspecto atrayente,
despreciado y evitado por
los hombres [...], ante el
cual se ocultan los rostros
» (Is 53,2).
Jesucristo nos enseña cómo
la verdad del amor sabe
también transfigurar el
misterio oscuro de la muerte
en la luz radiante de la
resurrección. Aquí el
resplandor de la gloria de
Dios supera toda belleza
mundana. La verdadera
belleza es el amor de Dios
que se ha revelado
definitivamente en el
Misterio pascual.
La
belleza de la liturgia es
parte de este misterio; es
expresión eminente de la
gloria de Dios y, en cierto
sentido, un asomarse del
Cielo sobre la tierra. El
memorial del sacrificio
redentor lleva en sí mismo
los rasgos de aquel
resplandor de Jesús del cual
nos han dado testimonio
Pedro, Santiago y Juan
cuando el Maestro, de camino
hacia Jerusalén, quiso
transfigurarse ante ellos (cf.
Mc 9,2). La belleza,
por tanto, no es un elemento
decorativo de la acción
litúrgica; es más bien un
elemento constitutivo, ya
que es un atributo de Dios
mismo y de su revelación.
Conscientes de todo esto,
hemos de poner gran atención
para que la acción litúrgica
resplandezca según su propia
naturaleza.
La celebración eucarística,
obra del «Christus totus»
Christus totus in capite et
in corpore