REFLEXIONES  

27 - Octubre

30º DOMINGO

TIEMPO ORDINARIO


"

" El que se humilla será enaltecido "

 

 

 

REFLEXIÓN  1

EL PELIGRO DE LAS HINCHAZONES

-«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, otro, publicano». Hasta aquí, todo bien. Al Señor debió de gustarle eso. Porque, aunque había llegado a decir aquello de «cuando reces, métete en tu habitación, cierra la puerta, y Dios que ve en lo escondido, te escuchará» o aquello otro de «los verdaderos adoradores adoran en espíritu y en verdad», lo cierto es que Jesús, desde muy niño «iba con sus padres al templo». Es más, un día ante el mal uso que del templo hacían los vendedores, proclamó sin titubeos: «Mi casa es casa de oración». A Jesús, por lo tanto, le gusta que en su templo recemos todos. Lo que ya no parece gustarle tanto es algún estilo» de oración: «El fariseo, erguido... decía en su interior: doy gracias porque no soy como los demás...».

Efectivamente, este hombre, más que orar a Dios «se oraba a sí mismo». Erigiéndose en «Dios de sí mismo», se autoproclamaba diferente. No reconocía lo negativo que solemos tener los hombres: «Son rapaces injustos, adúlteros...», y exhibía otros trofeos que otros no tienen: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de cuanto poseo». Ahí lo tenéis: singular narciso, perfecto pavo real, ejemplar único, no necesita ningún retoque. Vive en la plenitud.

(Tengo miedo, Señor, de caer en una situación semejante, de infectarme con ese microbio de la vanidad farisaica e irme inflando como un globo, pensando que me basto a mí mismo y que no necesito a nadie, ni siquiera a Dios).

Porque ése es el gran fallo de la oración del fariseo. Ni habla a Dios, ya que lo que hace es cantarse a sí mismo sus virtudes. Ni escucha a Dios, ya que el propio sonsonete de sus autoalabanzas le impiden oír cualquier otra voz que no sea la suya. (Ya sé, Señor, que tampoco tengo que ocultar y negar mis «talentos». Que ahí están y tú me los has dado. Pero sé que, más que considerarlos como «trofeos», haré bien en verlos como «deberes», como «responsabilidades». Y si, en algún caso, con ellos he tenido «aciertos», no estará de más pensar que seguramente me he quedado a mitad de camino.)

Jesús, en cambio, elogió la oración del publicano. No «porque se quedó allá atrás y hería su pecho sin atreverse a levantar los ojos al cielo». Porque esas actitudes externas también pueden caer en el «fariseísmo». Sino porque, de verdad, «de profundis», se reconocía pecador: «Compadécete de mí, que soy un gran pecador». Frente a la «hinchazón» del fariseo, este hombre reconocía su profundo «vacío interior». En alguien que se siente hinchado, difícilmente entra ninguna cosa; mientras que el hombre que se reconoce «vacío», ya está en buenas actitud para recibir las ayudas. Sobre todo puede entrar Dios, que es capaz de llegar hasta las más bellas y difíciles encarnaciones. Señor, yo quiero «volver siempre justificado a mi casa». Por eso te pido con todo mi corazón:

-Que nunca piense que soy mejor que los demás hombres, aunque los vea «ladrones, injustos y rapaces».

-Que tampoco me sienta satisfecho porque cumpla ciertas leyes y normas con insistente frecuencia.

-Que tenga, sobre todo, conciencia siempre de ser pecador, necesitado por lo tanto de acudir a Ti para decirte: «Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz...».

ELVIRA

 

 

 

REFLEXIÓN  2

DIOS ESCUCHA A LOS HUMILDES

El libro del Eclesiástico afirma que, si por alguien tiene Dios cierta parcialidad, es por los pobres y los humildes: "escucha las súplicas del oprimido... los gritos del pobre alcanzan a Dios". Y el salmo responsorial insiste: "si el afligido invoca al Señor, él lo escucha... el Señor está cerca de los atribulados".

Jesús lo reafirma: "el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Nuestra postura ante Dios no puede ser de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad y sencillez. Hace dos domingos nos decía Jesús que no pasemos factura a Dios por lo que hemos hecho por él: "hemos hecho lo que teníamos que hacer". El domingo pasado nos invitaba a ser agradecidos, reconociendo lo que Dios hace por nosotros. Hoy nos disuade de adoptar una actitud de soberbia y engreimiento, en nuestra oración y en nuestra vida.

EL FARISEO Y EL PUBLICANO

La parábola del fariseo y el publicano expresa magistralmente la postura de dos personas y dos estilos de oración. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo.

El fariseo es buena persona, cumple como el primero, ni roba ni mata, ayuna cuando toca hacerlo y paga lo que hay que pagar. Pero no ama. Está lleno de su propia bondad. Y se le nota cuando está ante Dios y cuando se relaciona con sus semejantes. Es justo, pero con poca fe dentro. Jesús dice que éste no sale del templo perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, se presenta humildemente como tal ante el Señor. Es pecador, pero tiene mucha fe dentro. Éste sí es atendido.

¿DONDE ESTAMOS RETRATADOS?

¿En cuál de los dos personajes nos sentimos retratados: en el que está contento de sí mismo o en el pecador que invoca el perdón de Dios? El fariseo, en el fondo, no deja actuar a Dios en su vida: ya actúa él. ¿Somos de aquellas personas a las que, según Lucas, dedicó la parábola el Maestro: "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás?". Si fuéramos conscientes de las veces que Dios nos perdona, tendríamos una actitud distinta para con los demás y no estaríamos tan pagados de nosotros mismos. Si nos conociéramos más profundamente, incluidos nuestros fallos con Dios y con los demás, nuestra oración sería mucho más cristiana y eficaz. Claro que no se nos está invitando a ser pecadores, para poder luego darnos unos golpes de pecho y conseguir el perdón. Se trata de ser buenas personas y "cumplir como el fariseo", pero con una actitud de humilde sencillez, "como el publicano". Sin caer en la tentación de presentarnos ante Dios a ofrecerle nuestras virtudes, nuestras muchas buenas obras, nuestros méritos.

EMPEZAMOS PIDIENDO LA AYUDA DE DIOS

En la Eucaristía, normalmente, empezamos la celebración con el acto penitencial: "Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad". Nos sentimos pobres, en presencia del Dios que es rico en todo. Ignorantes, en la presencia del Maestro. Pecadores, comparados con el Santo. Y expresamos con sencillez de hijos nuestra súplica y nuestra confianza. Para que ya desde el principio nuestra celebración no esté centrada en nuestros méritos, sino en la bondad de Dios. (El orgulloso no pide nada, no pregunta nada, nunca pide perdón).

También cuando decimos la hermosa oración del "Yo confieso" imitamos al publicano a quien alabó Jesús: dándonos golpes de pecho expresamos, ante Dios y "ante vosotros hermanos", que somos pecadores: "por mi culpa...". No está mal que, de cuando en cuando, nos peguemos golpes de pecho reconociéndonos débiles y pecadores.

Eso es hacer caso a Jesús y adoptar la actitud que él quiere que tengamos en la vida. Si en la presencia de Dios, agachando un poco la cabeza, somos capaces de decir "por mi culpa", seguro que no seremos altaneros e intolerantes con los demás. El que dice "lo siento" ante Dios, lo sabe decir también ante el prójimo.

Nuestra oración será escuchada por Dios si brota de un corazón humilde y no lleno de sí mismo. "Ha mirado la humildad de su sierva... proclama mi alma la grandeza del Señor": hizo bien Lucas en poner en labios de María de Nazaret, la primera discípula en la escuela de su Hijo, esta oración del Magníficat. A ella sí que la escucharía con agrado el Señor.

J. ALDAZÁBAL

(mercaba)