LA
IGLESIA VIVE DE LA
EUCARISTÍA
CARTA ENCÍCLICA
ECCLESIA DE EUCHARISTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA
CAPÍTULO IV
EUCARISTÍA
Y COMUNIÓN ECLESIAL
35. La celebración de la Eucaristía, no
obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que
la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a
perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea
en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción
del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la
dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina
de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico.
La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de
la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como
sacramento de salvación.(71)
Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la
Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto,
resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre
en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus
vínculos.
36. La comunión invisible, aun siendo por
naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio
de la cual se nos hace « partícipes de la naturaleza divina » (2
Pe 1, 4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de
la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se
obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la
gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de
la Iglesia con el « cuerpo » y con el « corazón »; (72)
es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, «
la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6).
La integridad de los vínculos invisibles es
un deber moral bien preciso del cristiano que quiera participar
plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de
Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con
la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan
y beba de la copa » (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo,
con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: «
También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente
a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y
corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse
comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor,
sino condena, tormento y mayor castigo ».(73)
Precisamente en este sentido, el Catecismo
de la Iglesia Católica establece: « Quien tiene
conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento
de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».(74)
Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre
en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha
concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar
que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la
confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado
mortal ».(75)