DIOS
ESCUCHA A LOS HUMILDES
El
libro del Eclesiástico afirma que, si por alguien tiene
Dios cierta parcialidad, es por los pobres y los
humildes: "escucha las súplicas del oprimido...
los gritos del pobre alcanzan a Dios". Y el salmo
responsorial insiste: "si el afligido invoca al Señor,
él lo escucha... el Señor está cerca de los
atribulados".
Jesús
lo reafirma: "el que se enaltece será humillado, y
el que se humilla será enaltecido". Nuestra
postura ante Dios no puede ser de orgullo y
autosuficiencia, sino de humildad y sencillez. Hace dos
domingos nos decía Jesús que no pasemos factura a Dios
por lo que hemos hecho por él: "hemos hecho lo que
teníamos que hacer". El domingo pasado nos
invitaba a ser agradecidos, reconociendo lo que Dios
hace por nosotros. Hoy nos disuade de adoptar una
actitud de soberbia y engreimiento, en nuestra oración
y en nuestra vida.
EL
FARISEO Y EL PUBLICANO
La
parábola del fariseo y el publicano expresa
magistralmente la postura de dos personas y dos estilos
de oración. Jesús no compara un pecador con un justo,
sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí
mismo.
El
fariseo es buena persona, cumple como el primero, ni
roba ni mata, ayuna cuando toca hacerlo y paga lo que
hay que pagar. Pero no ama. Está lleno de su propia
bondad. Y se le nota cuando está ante Dios y cuando se
relaciona con sus semejantes. Es justo, pero con poca fe
dentro. Jesús dice que éste no sale del templo
perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, se
presenta humildemente como tal ante el Señor. Es
pecador, pero tiene mucha fe dentro. Éste sí es
atendido.
¿DONDE
ESTAMOS RETRATADOS?
¿En
cuál de los dos personajes nos sentimos retratados: en
el que está contento de sí mismo o en el pecador que
invoca el perdón de Dios? El fariseo, en el fondo, no
deja actuar a Dios en su vida: ya actúa él. ¿Somos de
aquellas personas a las que, según Lucas, dedicó la
parábola el Maestro: "algunos que, teniéndose por
justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban
a los demás?". Si fuéramos conscientes de las
veces que Dios nos perdona, tendríamos una actitud
distinta para con los demás y no estaríamos tan
pagados de nosotros mismos. Si nos conociéramos más
profundamente, incluidos nuestros fallos con Dios y con
los demás, nuestra oración sería mucho más cristiana
y eficaz. Claro que no se nos está invitando a ser
pecadores, para poder luego darnos unos golpes de pecho
y conseguir el perdón. Se trata de ser buenas personas
y "cumplir como el fariseo", pero con una
actitud de humilde sencillez, "como el
publicano". Sin caer en la tentación de
presentarnos ante Dios a ofrecerle nuestras virtudes,
nuestras muchas buenas obras, nuestros méritos.
EMPEZAMOS
PIDIENDO LA AYUDA DE DIOS
En
la Eucaristía, normalmente, empezamos la celebración
con el acto penitencial: "Señor, ten piedad.
Cristo, ten piedad". Nos sentimos pobres, en
presencia del Dios que es rico en todo. Ignorantes, en
la presencia del Maestro. Pecadores, comparados con el
Santo. Y expresamos con sencillez de hijos nuestra súplica
y nuestra confianza. Para que ya desde el principio
nuestra celebración no esté centrada en nuestros méritos,
sino en la bondad de Dios. (El orgulloso no pide nada,
no pregunta nada, nunca pide perdón).
También
cuando decimos la hermosa oración del "Yo
confieso" imitamos al publicano a quien alabó Jesús:
dándonos golpes de pecho expresamos, ante Dios y
"ante vosotros hermanos", que somos pecadores:
"por mi culpa...". No está mal que, de cuando
en cuando, nos peguemos golpes de pecho reconociéndonos
débiles y pecadores.
Eso
es hacer caso a Jesús y adoptar la actitud que él
quiere que tengamos en la vida. Si en la presencia de
Dios, agachando un poco la cabeza, somos capaces de
decir "por mi culpa", seguro que no seremos
altaneros e intolerantes con los demás. El que dice
"lo siento" ante Dios, lo sabe decir también
ante el prójimo.
Nuestra
oración será escuchada por Dios si brota de un corazón
humilde y no lleno de sí mismo. "Ha mirado la
humildad de su sierva... proclama mi alma la grandeza
del Señor": hizo bien Lucas en poner en labios de
María de Nazaret, la primera discípula en la escuela
de su Hijo, esta oración del Magníficat. A ella sí
que la escucharía con agrado el Señor.
J.
ALDAZÁBAL (+)
(mercaba)