REFLEXIONES  

 

REFLEXIÓN - 1

SEGÚN SEA LA META, ASÍ SERÁ EL CAMINO

Según sea la meta, así será el camino.

Cuando para unos padres la meta principal es que el día de mañana sus hijos tengan un buen trabajo y ganen mucho dinero, lo más importante es que estudie, o que se entrene para ser un buen futbolista o que se presente a concursos para ser modelos o cantantes o famosos de telebasura... esa va a ser toda su obsesión; todo lo demás no vale para nada. Se sacrifican juegos, amistades, actividades propias de la edad; hasta lo más sagrado, la propia fe, queda en segundo puesto.

Cuando una persona se pone como meta el poder político, hacia él enfoca todos sus esfuerzos y habilidades. No hay nada más importante que el partido, el ir subiendo puestos, aunque sea a codazos; los demás no son tanto compañeros de partido y amigos, cuanto contrincantes, piedras en el camino; de ahí tantas luchas internas para alcanzar el puesto y, con él, el poder.

Si alguien se pone como meta de su vida el ganar dinero, con frecuencia, no se planteará el cómo hacerlo, cayendo en el "todo vale" si se consigue mucho y pronto.

Y así podríamos ir repasando todos los aspectos de la vida humana, pues en cada uno de ellos hay personas que los consideran como meta de vida y se entregan a ellos con todas sus fuerzas.

¿Cuál es la meta principal del cristiano a la que todas las demás están subordinadas? Aquella que vino a anunciarnos Jesucristo, el Hijo de Dios, cuando nos dijo: "Convertíos, el Reino de Dios está cerca" (Mt 4, 17)

Que el Reino de Dios habite en cada uno de nosotros, que vayamos construyéndolo en este mundo y que esperemos activamente que un día llegue a su plenitud cuando el Señor vuelva glorioso al final de los tiempos.

Tal vez este Reino, aunque con mayúscula, no sea muy apreciado, considerado o deseado por muchos de nuestros contemporáneos, que prefieran reinos más pequeños y más palpables, aunque sea más efímeros.

Pero este Reino es el que permanece para siempre.

Y Cristo, muerto, resucitado y sentado a la derecha del Padre, lo ha ganado para nosotros.

Cristo es el Rey, descendiente de David, del que hablaban las Escrituras del antiguo Testamento. Pero no es un rey como los de este mundo; tampoco su Reino.

Un Rey cuyo trono es la cruz; la corona, la de espinas; el cetro, unos clavos en las manos.

Estaba escrito encima de la cruz: "Este es el rey de los judíos" y unos "testigos" a los lados del trono: dos ajusticiados con él.

¿Quién iba a creer en ese rey? El pueblo estaba desconcertado, los jefes se mofaban de él: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo si el el Mesías de Dios, el Elegido", los soldados: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo"...

Pero es el único que puede darnos vida eterna: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".

Si la meta de nuestra vida es estar siempre con él, él se convierte en el camino: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida".

Las pequeñas metas que nos proponemos en la vida no pueden separarnos de la gran meta, de nuestro destino definitivo; más aún, si Jesucristo, el Dios hecho hombre,  es rey por su entrega total, hasta la muerte, por nosotros, todas nuestras pequeñas metas deben ser ocasiones de entregarnos y ayudar a los demás.

Es más importante ser auténticas personas, cuyo modelo es Jesús, que tener muchos títulos académicos o ser muy famosos; es más importante que el poder político, el bien que podemos hacer desde él a los más desfavorecidos; es más importante que el dinero, el cómo lo hemos conseguido y el uso que hacemos de él.

Estas y otras cosas que consideramos muy importantes, no son la meta final. Dejemos los reinos pasajeros y abracemos el Reino definitivo, el que Cristo, nuestro Rey, ha ganado en la cruz para nosotros.

 

 

 

REFLEXIÓN - 2

EL CRUCIFICADO, REY DEL UNIVERSO

Los reyes del mundo van rodeados de grandes séquitos, de armas, de delegados, de fasto y pompa, de terciopelos, de valiosas joyas, de lujosos tronos, esplendorosos salones.

Copiando este modelo, nuestras imágenes de Cristo Rey lo colocan más cerca de cualquier rey humano que de ninguna otra cosa; hemos olvidado las diferencias entre Cristo Rey y cualquier otro rey de los que nos habla el Evangelio.

Los Evangelios nos presentan un Rey cuyo trono es la cruz y cuyo cetro es un clavo que atraviesa su mano. Demasiado fuerte, demasiado escandaloso, demasiado insoportable para el hombre.

Si hay algo enormemente lejano de lo que es ser rey, según la razón y el sentir humano, es este Jesús de la cruz. Si hay algo aparentemente imposible de juntar es que Jesús sea Dios y Rey en la Cruz.

A los primeros cristianos les costó no poco asimilar este Dios, este Rey que presentaba su máximo esplendor clavado en una cruz. San Pablo tendrá que recordar que «predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura» (1Co/01/23).

De todos es conocido el dibujo burlón que, en las catacumbas, presentaba un crucificado con cabeza de asno; o la acusación tan frecuentemente lanzada contra aquellos primeros cristianos de «ateos»; todo ello era consecuencia de una misma causa: no era lógico, no tenía sentido que se presentase a uno que había muerto crucificado, como a Dios.

Reconocer la realeza de Jesús es un gesto humanamente imposible ante este Jesús que se presenta como un hombre humillado, abatido, crucificado y muerto. ¿Es posible que los hombres acepten a este Jesús tratado de esa manera infamante como el único capaz de llevarles a la felicidad, a la vida...?

Porque esta es la fe cristiana: ante un hombre que está siendo ejecutado como un malhechor entre malhechores, el cristiano proclama que ese y no otro es nuestro Salvador, que ese y no otro es nuestro Dios.

Ahí está el problema: la inscripción puesta sobre la cruz de Jesús agonizante -«Este es el Rey de los judíos»- expresa la enorme paradoja que hay en el corazón de la fe cristiana. Nadie puede extrañarse, por tanto, de las diversas reacciones de todos aquellos que contemplan a Jesús y que tan maravillosamente relata el evangelio de hoy.

Jesús en la cruz, visto desde el pueblo, las autoridades judías, los soldados romanos, y los dos malhechores crucificados con él.

Aquí están todas las reacciones de todos los hombres de todos los tiempos. Aquí está también la nuestra. Debiéramos saber descubrirla.

1ª. «Estaba el pueblo mirando». El pueblo presencia la escena probablemente esperando a ver en qué quedaba todo aquello.

La gente siempre lo reduce todo a espectáculo. Y así elude todo compromiso. Nunca quiere pensar ni decidirse. O mejor dicho: se decide siempre por lo que dicen y hacen los demás, sin tener nunca una opinión propia. ¿Dónde vas, Vicente?... «Hosanna al Hijo de David». «¡Crucifícale!».

2ª. La autoridades hacen sarcásticos comentarios sobre Jesús: «A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios». Hay que reconocer que saben «poner el dedo en la llaga»; que lo que dicen está lleno de lógica; y precisamente por eso, porque están convencidos de que Dios tiene que ser como su lógica les dicta, son incapaces de reconocer a Dios tal y como él se presenta.

3ª. Los soldados romanos, encargados de la ejecución, se burlan de aquel hombre que moría bajo el título de «Rey de los judíos». Ellos sirven a un rey de este mundo y por tanto saben estupendamente bien lo que era un rey. Pensar que aquel hombre fuese rey era un disparate descomunal en el que ellos, lógicamente, no iban a caer.

¿Quiénes son los soldados romanos de hoy? Aquel que está convencido de que una ideología humana es realmente salvadora y se entrega a ella con alma y vida. Es el militante de un partido al que entrega su conciencia.

4ª. «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Representa a todos aquellos que condicionan la aceptación de Jesús a la solución de su problema. Familiares de enfermos... personas en circunstancias desgraciadas...

5ª. Sólo la última intervención es favorable a Jesús. Uno de los ajusticiados hace justicia al ajusticiado Jesús y descubre quién es. Cuatro contra uno. Un balance desalentador para el único verdadero Reino. «Pero el otro lo increpaba: -¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada».

De los dos ladrones, solamente uno reconoce a Jesús. A pesar de que las situaciones sean idénticas, las actitudes son completamente distintas. Esto demuestra que la situación de pobreza o de sufrimiento no es suficiente para explicar la acogida o el rechazo al evangelio.

Hay dos enfermos de cáncer en la misma habitación: uno blasfema y dice que Dios es injusto permitiendo esas cosas; el otro descubre a Cristo crucificado en su mismo sufrimiento.

¿Qué cosa es aquella que vuelve capaz al ojo humano para contemplar la vida y especialmente los dramas que contiene, como él supo mirarlos? Esta es la fe, la luz de Dios que debemos desear por encima de todas las cosas y debiéramos pedir en primer lugar.

-«Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Paraíso significa «jardín delicioso». Eso sería el mundo si tuviéramos la fe de este hombre. Nuestra falta de fe es la que desplaza el «jardín delicioso» para más allá de la muerte.

 

 

REFLEXIÓN - 3

TODO TERMINARÁ BIEN

Estadísticas realizadas en diversos países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene fuerza o significado alguno en su vida diaria.

Pero lo más sorprendente en estas estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.

Y, sin embargo, creer en la vida eterna no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano.

Un Dios que, desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la creación.

Antes que nada, hemos de recordar que la muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana.

Una muerte absurda y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?

Nadie tiene datos científicos para decir nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.

La esperanza de los cristianos brota de la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»

Ante la muerte, el creyente se siente indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.

Esta es precisamente la oración del malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino." Y escucha esa promesa que tanto consuela al creyente: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso. »

JOSE ANTONIO PAGOLA